La oposición política ha difundido la idea de que el fuerte crecimiento de la economía argentina que se viene produciendo desde 2003 a la fecha es producto del “viento de cola” de la economía mundial, lo que de ser cierto quitaría méritos a la tarea del gobierno. Veamos de qué se trata.
Las economías de los países emergentes crecen --en promedio-- tres veces más que las del llamado Primer Mundo, tanto que el 80 por ciento del crecimiento de la economía mundial se da en aquellos países. En los emergentes el crecimiento anual va del 5 al 15 por ciento del PBI, según los casos. En los desarrollados, del 1,5 al 3 por ciento.
Lo que mejor ilustra sobre las corrientes del capitalismo actual son las razones de inversión. Por ejemplo, el HSBC destinará u$s 106 millones en los próximos tres años para invertir en la Argentina. El banco británico tomó esa decisión porque valora “el potencial económico de largo plazo, más allá de la coyuntura, a partir de la perspectiva de valorización de sus commodities”, es decir de la agricultura de exportación (Jorge Castro, “Clarín”, 19/6/11).
El 98 por ciento del aumento de la población ocurrirá en los países emergentes. Esto significa que la población actual de 6.900 millones de habitantes llegará a 9.000 millones en 2050, según cálculos de la ONU. La población mundial crece entre 75 y 80 millones por año.
En las dos décadas últimas unos 200 millones de campesinos chinos pasaron del campo a las ciudades. Otros 300 millones lo harán de aquí a 2030. Cada semana 350 mil campesinos se instalan en las ciudades, una cifra mayor que todos los habitantes de La Rioja.
Una consecuencia directa de lo anterior es el rápido aumento de la demanda alimentaria. Además, China e India, los dos países más poblados del mundo, carecen de tierras fértiles sin utilizar y deben sobrellevar una crónica falta de agua. Ambos aumentarán sensiblemente sus importaciones de alimentos, lo que beneficiará (ya lo hace) a países como la Argentina, Brasil y Australia. No se trata, entonces, de ningún viento de cola sino de una consecuencia del crecimiento demográfico de la periferia.
En realidad, la Argentina tiene que afrontar un viento de frente: una persistente fuga de capitales que disminuye sus posibilidades de inversión. A diferencia de lo que ocurre en países vecinos como Brasil, Chile y Uruguay, se calcula que permanecen en el exterior unos u$s 200.000 millones propiedad de argentinos, es decir un valor superior al pico máximo de la deuda externa (lo que, de paso, explica para qué fue utilizado estructuralmente el endeudamiento). Sólo desde 2003 hasta hoy se fugaron u$s 60.000 millones. De no existir esta fuga la Argentina tendría la mayor tasa de inversión de toda Sudamérica, puesto que tiene la mayor tasa de ahorro interno.
Esto nos diferencia claramente de Brasil. Allá, una burguesía industrial y una cada vez más fuerte burguesía agraria comparten un proyecto desarrollista de nación; aquí, una fuerte burguesía agraria a la que no le interesa el desarrollo (y que casi no genera empleo) mantiene subordinado a un conglomerado industrial en vías de recuperación, que sí genera empleo pero que depende de la protección arancelaria para sobrevivir.
La conclusión es evidente: la Argentina no ha crecido a favor del viento de cola, sino a pesar del viento en contra. No es poco mérito.
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