Es casi un lugar común escuchar o leer que la crisis actual es la más grave de toda la historia del capitalismo, más grave aún que la de 1930, pero no es común leer o escuchar que, si es así, se trata entonces de una crisis estructural, sistémica, no sólo “financiera” ni siquiera meramente “económica”. La crisis es global porque expone al rojo vivo las contradicciones del sistema, cuestiona la gestión privada de los medios de producción, que provocó la quiebra, así como la ideología individualista que lo impulsa y la cultura liberal que lo sostiene.
Para esa ideología no importa que el capitalismo produzca pobres, hambrientos, desocupados, home-less, analfabetos y desamparados, porque, con crisis o sin ella, siempre fue así. Lo grave de la crisis es que la banca internacional puede quebrar, lo que obligaría a su nacionalización, vista como el Armagedón, e incluso a su socialización, el infierno en la tierra. Detrás de esa lectura hay una visión esencialmente insolidaria de la sociedad.
A esa ideología no le importa, claro, que la aseguradora estadounidense AIG, la mayor del mundo, haya repartido en 2008, en plena crisis, beneficios entre sus ejecutivos por valor de u$s 165 millones, cuando había recibido 180 mil millones por parte del estado, que ya controla el 80% de las acciones. Aunque el Tío Sam es ahora el socio ampliamente mayoritario, la conducción de la empresa sigue estando en manos de los mismos individuos que la llevaron a la quiebra, y a los que el presidente Barak Obama calificó de “irresponsables”. ¿Por qué? Porque la ideología individualista abomina de lo público.
A esa ideología tampoco le importa que las autoridades hayan descubierto que el Citigroup estaba a punto de encargar un jet privado para uso de sus principales ejecutivos cuando ya había recibido u$s 45 mil millones de parte del estado. Peor aún, a nadie parece importarle que el estado lo consienta. Es claro que si estas conductas quedan impunes es porque son aceptadas por los valores imperantes.
Según aquella cultura, está bien que un empresario gane mucho dinero durante una fase expansiva de la economía, pero está mal que, cuando llega la crisis, sea obligado por las autoridades a preservar el empleo de los trabajadores que le permitieron ganar millones. Si es correcto que el estado debe socorrer a las empresas privadas en situación crítica para evitar males mayores, y al hacerlo se convierte en socio mayoritario, ¿por qué no toma, entonces, el control de esas empresas con funcionarios de la administración, leales al estado, a los contribuyentes?
Estas preguntas sin respuestas, o con respuestas demasiado obvias, nos proponen una cuestión poco debatida, y es esta: en una cara de la moneda capitalista figura el liberalismo y en la otra el keynesianismo, que finalmente se convierte en cómplice del desastre. En este punto los republicanos tienen una posición más ética que los demócratas: si una empresa ha hecho las cosas mal, que se funda, ya que no es responsabilidad de los contribuyentes y por ende la solución no tiene por qué salir de sus bolsillos. Los republicanos, que por algo lo son, no tienen en cuenta el costo social de esa postura, que sí se convierte en un problema grave para los “contribuyentes”, como bien sabe el demócrata Obama.
El keynesianismo no es la vuelta a la justicia, sino la vuelta a la injusticia por otro camino, el de enmendar los gravísimos errores privados con recursos públicos, el de premiar con millones de dólares a quienes mucho hicieron para perderlos, y el de castigar a los trabajadores con el desempleo, a los ahorristas con el corralito y a los deudores hipotecarios con la pérdida de sus casas.
En las crisis el capitalismo muestra su peor perfil. Es el rostro repulsivo que ven trabajadores, empleados, profesionales, amas de casa, jubilados, estudiantes y, en fin, todo aquel que dependa de un ingreso fijo, ya sea propio o familiar. Hay una cultura detrás de estas ignominias, porque de lo contrario no serían posibles. Por eso la pregunta cae por su propio peso: ¿hasta cuándo?
Para esa ideología no importa que el capitalismo produzca pobres, hambrientos, desocupados, home-less, analfabetos y desamparados, porque, con crisis o sin ella, siempre fue así. Lo grave de la crisis es que la banca internacional puede quebrar, lo que obligaría a su nacionalización, vista como el Armagedón, e incluso a su socialización, el infierno en la tierra. Detrás de esa lectura hay una visión esencialmente insolidaria de la sociedad.
A esa ideología no le importa, claro, que la aseguradora estadounidense AIG, la mayor del mundo, haya repartido en 2008, en plena crisis, beneficios entre sus ejecutivos por valor de u$s 165 millones, cuando había recibido 180 mil millones por parte del estado, que ya controla el 80% de las acciones. Aunque el Tío Sam es ahora el socio ampliamente mayoritario, la conducción de la empresa sigue estando en manos de los mismos individuos que la llevaron a la quiebra, y a los que el presidente Barak Obama calificó de “irresponsables”. ¿Por qué? Porque la ideología individualista abomina de lo público.
A esa ideología tampoco le importa que las autoridades hayan descubierto que el Citigroup estaba a punto de encargar un jet privado para uso de sus principales ejecutivos cuando ya había recibido u$s 45 mil millones de parte del estado. Peor aún, a nadie parece importarle que el estado lo consienta. Es claro que si estas conductas quedan impunes es porque son aceptadas por los valores imperantes.
Según aquella cultura, está bien que un empresario gane mucho dinero durante una fase expansiva de la economía, pero está mal que, cuando llega la crisis, sea obligado por las autoridades a preservar el empleo de los trabajadores que le permitieron ganar millones. Si es correcto que el estado debe socorrer a las empresas privadas en situación crítica para evitar males mayores, y al hacerlo se convierte en socio mayoritario, ¿por qué no toma, entonces, el control de esas empresas con funcionarios de la administración, leales al estado, a los contribuyentes?
Estas preguntas sin respuestas, o con respuestas demasiado obvias, nos proponen una cuestión poco debatida, y es esta: en una cara de la moneda capitalista figura el liberalismo y en la otra el keynesianismo, que finalmente se convierte en cómplice del desastre. En este punto los republicanos tienen una posición más ética que los demócratas: si una empresa ha hecho las cosas mal, que se funda, ya que no es responsabilidad de los contribuyentes y por ende la solución no tiene por qué salir de sus bolsillos. Los republicanos, que por algo lo son, no tienen en cuenta el costo social de esa postura, que sí se convierte en un problema grave para los “contribuyentes”, como bien sabe el demócrata Obama.
El keynesianismo no es la vuelta a la justicia, sino la vuelta a la injusticia por otro camino, el de enmendar los gravísimos errores privados con recursos públicos, el de premiar con millones de dólares a quienes mucho hicieron para perderlos, y el de castigar a los trabajadores con el desempleo, a los ahorristas con el corralito y a los deudores hipotecarios con la pérdida de sus casas.
En las crisis el capitalismo muestra su peor perfil. Es el rostro repulsivo que ven trabajadores, empleados, profesionales, amas de casa, jubilados, estudiantes y, en fin, todo aquel que dependa de un ingreso fijo, ya sea propio o familiar. Hay una cultura detrás de estas ignominias, porque de lo contrario no serían posibles. Por eso la pregunta cae por su propio peso: ¿hasta cuándo?
Ese título resume la política argentina!
ResponderEliminarexcelente análisis!
En México tuvimos el caso del Fobaproa/Ipab para el rescate de la banca privada.
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