David Viñas -ensayista, novelista, dramaturgo- destacó alguna vez la paradoja, muy argentina, de que la Ley Riccheri de Servicio Militar Obligatorio, sancionada en 1901, preceda en más de una década a la Ley Sáenz Peña de sufragio universal. “O sea -apuntaba el profesor- que aquellos jóvenes veinteañeros reclutados para servir a la patria y morir por ella, no estaban habilitados para elegir a sus gobernantes”. Incoherencias de este tipo se repiten a lo largo de nuestra historia, hasta llegar a este curioso (y filantrópico) presente en el que un niño de 14 o 16 años, preferentemente pobre, puede ser considerado imputable para la Justicia y a la vez ser impedido de tener un empleo, puesto que el trabajo -en palabras de Martín Fierro, Carlos Gardel y la OIT- es cosa de hombres.
Las maniobras militares de 1898 en Curamalán, cuando ya el ejército roquista había reclutado a jóvenes criollos para una hipotética guerra con Chile, costaron un número indeterminado de muertos, que fueron sepultados como NN bajo un montículo de piedra. “¡Ni una cruz, ni el más modesto monumento -leemos en un libro de la época- recuerda los nombres de estos humildes servidores de la patria que descansan en la soledad de la montaña!”.
Los conscriptos muertos en las maniobras navales de 1914 tuvieron más suerte. Los sepultaron también como NN, pero en el cementerio de Martín García (a diferencia de los hijos de Sayhueque y de Pincén, cuyos cuerpos “apestados” eran arrojados al río por los enfermeros del lazareto).
Una interminable serie de muertes inútiles e injustas, que pasa por la represión a las huelgas y manifestaciones obreras, por los enfrentamientos entre azules y colorados de los ’60 y por la obediencia criminal debida en los años del Proceso, finalizando con el asesinato del conscripto Carrasco en 1994, jalona la peor historia del servicio militar argentino, como una contracara oscura de sacrificios heroicos que sin duda existieron, durante las guerras de la independencia nacional o en la última defensa de las Malvinas.
Entrado este siglo, cuando el servicio militar obligatorio se halla suspendido (después del crimen de Carrasco) y cuando algunas instalaciones militares se han vendido para construir shoppings, el Ejército sigue buscando, entre neodoctrinas de seguridad y acechanzas, un nuevo papel y un destino.
Hacemos esta referencia a propósito de un proyecto de ley de Servicio Cívico Voluntario que ya ha sido aprobado en la cámara alta y que agitará las aguas políticas y legislativas en las semanas que vienen.
Vigilar y castigar… a los pobres
El proyecto de marras lleva las firmas de Ernesto Sanz y Laura Montero (UCR, Mendoza), Adolfo Rodríguez Saá (PJ, San Luis) y José Pampuro (FpV, Buenos Aires). Ganó la votación en el Senado por 33 a 31, con las abstenciones de Norma Morandini y Eugenia Estenssoro y las ausencias poco claras del citado Pampuro, de Roxana Latorre y de Rubén Giustiniani, entre otros.
¿De qué se trata? El SeCiVo es un programa de capacitación en oficios para jóvenes de entre 14 y 24 años “que se encuentren en situación de riesgo”. Los jóvenes, a cambio de la inscripción contarán con una beca equivalente a tres asignaciones universales y recibirán una formación homologable a los estudios primarios y secundarios que brindan las escuelas del país. ¿Dónde se realizaría la capacitación? En cuarteles y unidades militares ociosas, en todo el territorio nacional.
El antecedente (no exitoso) del proyecto fue la experiencia del ingeniero Julio Cobos cuando era gobernador de Mendoza, en 2004. Allí, en sólo dos años, el programa de Servicio Cívico provincial obtuvo una deserción (perdónese la ironía) de un 50 por ciento. Según el informe elevado a sus superiores por el comandante de la VIII Brigada de Montaña, general Julio Pelagatti, entre 2005 y 2008 ingresaron al programa 816 jóvenes, terminando los cursos 409. “Falta de adaptación a las normas de convivencia, inasistencia provocada por la demanda de muchas horas de presencia en el cuartel e insatisfacción de los alumnos” fueron algunas de las desalentadoras observaciones que hizo Pelagatti.
El proyecto “made in Cobos” fue tratado en las comisiones de Justicia, de Asuntos Penales y de Seguridad Interior y Narcotráfico del Senado de la Nación. Curiosamente, nunca fue enviado a la Comisión de Educación (lo que revela que la situación de los pibes fue encarada como un asunto de Seguridad, antes que como un problema social).
Voces de rechazo se alzaron desde el arco del oficialismo (los ministros nacionales Alicia Kirchner, Nilda Garré, Florencio Randazzo y Alberto Sileoni; los legisladores Miguel Pichetto y Blanca Osuna; el gobernador Daniel Sciol, y otros), pero también desde los altos mandos militares y desde el campo educativo (“¿para qué consagra la Constitución la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza primaria y secundaria, si después van a mandar a los chicos pobres a los cuarteles?”, escribió un joven educador en un post de una red social).
Corre, limpia, barre
“Sus estudios secundarios -dice el curriculum vitae del ingeniero Cobos- los realizó en el Liceo Militar”. Hay allí una clave. ¿Por qué debía pasar por el Liceo Militar un joven mendocino que quería estudiar Ingeniería Civil? No lo sabemos. No obstante, arriesgamos algunas respuestas: Porque en el Liceo se da una formación muy completa. Porque en el Liceo no entra la política. Porque en el Liceo se forman jóvenes derechos y humanos.
¿Y por qué mandar a los pibes a los cuarteles? Respuestas no autorizadas del ingeniero Julio Cleto Cobos: Porque el colimba corre, limpia y barre. Porque en los cuarteles es más fácil mantener la disciplina. Porque ¡ya le vamos a bajar los humos a ese mocoso!. Porque el soldado no piensa, obedece. Porque ahí van a aprender a respetar a la autoridad. El hombre se hace desde los cimientos. Un hombre se construye como una pared. Una pared es lo mejor para la infancia. Esos pibes, a la corta o la larga, deberán optar: la pared o el paredón.
No es necesario contar con un escáner cerebral para saber qué clase de pensamiento “vigilado y castigado” anida en las mentes de ciertos ingenieros.
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