martes, 10 de mayo de 2011

"Mariposas rojas, Mariposas Negras": palabra, militancia y memoria


Sobre el final de la Feria del Libro, Silvia Loustau me invitó a presentar su bello libro “Mariposas Rojas, Mariposas Negras. Memorias de una militante argentina en Chile, 1970/73”. Les transcribo –palabras más, palabras menos– el texto de mi intervención, aprovechando la publicación para agradecer a quien se atrevió a compartir conmigo el recuerdo de un pasado con tantas similitudes, como imperdonables incapacidades para unirnos en aquellos tiempos.

Qué difícil sintetizar tanto amor, tanta lucha, tanta militancia, tanta vida en un sustantivo y dos adjetivos. Cuánto talento para escribir, simplemente, Mariposas Rojas, Mariposas Negras.

Esto logra Silvia Loustau, quien se presenta a sí misma en la novela como “Mariana”, o “Laura” –su antiguo nombre de militante. Loustau, una poeta y escritora excepcional. Primer Premio de Poesía Ilustrada en La Plata –con Carta a Pablo Neruda– cuando tenía apenas 18 años. Primer Premio de Narrativa del Centro Editor de América Latina (CEDAL), con 19, ante la sorpresa de David Viñas, quien le confesó –azorado al ver aquella casi adolescente recibir el reconocimiento– que el jurado estaba convencido de que el autor de la obra compartía la generación de los evaluadores.

Las introducciones no terminan con ese “alter-ego”, sino que continúan con numerosos “poetas/compañeros”: María Mombrú, su madre poeta, como la describe; Carmen Soler, la misma Margarita Aguirre, entre otros, que ustedes, lectores, tendrán el placer de ir descubriendo entre las páginas. Todos le transmitieron un mensaje que Silvia hizo carne: trabajar, trabajar y trabajar sobre las palabras.

En el libro también aparece Silvia, la militante. Aquella niña que en las primeras páginas encontramos charlando con el abuelo, descubriendo otro sentido para una canción infantil Aserrín, Aserrán…; otro sentido que la marcaría para siempre, al igual que el mandato de aquel viejo anarquista. Así lo vemos en la promesa que le hizo varios años después, cuando dejó su casa natal: “seguiré escribiendo; seré una excelente estudiante; militaré para que la tortilla se vuelva”. Poco después, con 18 años viaja a “construir el socialismo” con Allende, convocada por la magia de Traful, el casi mítico gran vikingo inspirador, un cuadro del MIR. Aparece la Silvia que conmueve a toda la UNLP con su poema “A quien le importa”, seguramente escrito en su Lettera naranja, cuando la masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972. Y también la Silvia que llena los ojos de lágrimas a decanos, profesores y compañeros de estudio en la masiva asamblea universitaria en solidaridad con Chile, después del golpe del 11 de septiembre de 1973.

La vemos crecer como militante, no sólo a través de las sensaciones personales que nos transmite, sino también a través del relato de lo que se lee en los ojos de sus compañeros, de ambos lados de la cordillera.

Y es fundamental que comparta su relato de cómo éramos, como soñábamos, como vivíamos los militantes de aquella época; qué parecidos y qué diferentes a ambos lados de la cordillera. De un lado, con una tradición de nombres de militancia, de diferencia entre casas abiertas u operativas, de documentos falsos, de la vista entrenada para ubicar la falta de una mirilla, o una salida de emergencia. Y, del otro, todo entusiasmo militante. Sin inocencia; con preparación, pero con una tradición de años sin dictaduras ni medidas para enfrentarlas.

Silvia también nos recuerda, sin pretensiones profesorales –simplemente como vivo testimonio– algunos de los debates acerca de sectarismo, voluntarismo, verticalismo, autoritarismo. No se trata de un mundo idílico; sí de un profundo amor por el pueblo en medio de búsqueda y confusión. Y una consigna que se repite en todo el libro: “Endurecernos, sin perder la ternura”. No todos lo lograron; ni siquiera todos lo buscaron. Pero cruzó a todas nuestras organizaciones. Aún en estos temas ríspidos, Mariposas… muestra lo mejor de aquella tensión. Sin ocultar nada. Ni siquiera las pequeñas miserias, anticipando formas y métodos menos neutros; más dolorosos y dañinos. Es fundamental que nos los traiga nuevamente a nuestros días, que lo muestre como testimonios de vida, pues no es tarea fácil explicarlo a quienes no lo vivieron: ese amor y esa furia; esa entrega y ese coraje.

¿Qué más decir del libro que presentamos hoy, con humildad, pese a que merecía una sala y estaría entre los de gran venta si contara con algún guiño, de esta industria brutalmente mercantilizada?

Uds. lo leerán. Deben leerlo. El rojo y el negro tienen muchos sentidos. La tierra arada, negra; el cielo rojo. La movilización de febrero de 1972 de apoyo a Allende como un alborozo de agradecimiento; como mariposas rojas, mariposas negras. Rojo de antorchas, negro de la noche, en la movilización en solidaridad frente al golpe en Chile. Rojo y negro de las pintadas. Rojo el rostro de Neruda; negra su gorra. La bandera del MIR. Siempre –igual que la estrella de las FAR– en el corazón de Silvia. Y el beso de José, que se confunde con una de sus mariposas mientras duerme. Son más, muchos más, que ustedes irán descubriendo mientras lean. Los hay en alegrías y tristezas; en sueños y pesadillas. Todos refuerzan la imagen en nuestras retinas y en nuestro corazón.

Hay una frase esclarecedora del prologuista, Alfonso Freire, quien afirma con precisión “a la chilena”, que se trata de “memorias noveladas” o una “novela memoriada”; de un relato envolvente y polifónico: Digo que esta memoria, es polifónica porque rescata no solo la vida de Silvia, a su abuelo conversando con ella en el patio de la casa, sino la vida de cada una de las personas que la van tocando en su recorrido, dándole nombre y carnadura a cada uno de los rostros que la acompañan desde su viaje de La Plata hasta el mas mínimo compañero con el que se encuentra en su recorrido por la ‘experiencia chilena’. Digo que es polifónica porque a cada hablante se le permite decir en su propia voz, Silvia rescata el nimio gesto que permite que la ternura sea revolucionaria”.

Y un aspecto muy interesante es que no son Salvador Allende, ni Carlos Altamirano, ni Miguel Henríquez, ni Luís Corvalán –íconos de la historia de aquellos días– los que hablan, los que obtienen “nombre y carnadura”. Es el pueblo; el “héroe colectivo”, al decir de Oestherheld. De esta manera, con estas voces, con estas presencias que se van tornando entrañables, repasamos en el encuadre de una obra musical –Primer y Segundo Movimiento, Intemezzo y Tercer Movimiento– pinceladas de contexto en Argentina, antes de primer y segundo viaje de la autora a Chile: la dictadura de Lanusse; Trelew; los primeros pasos de las FAR y, luego, la unidad en Montoneros; el debate populismo-marxismo; Ezeiza; el camporismo; y el avance del lopezreguismo y las Tres A.

En Chile vivimos la epopeya de los “trabajos voluntarios”; de la juventudes chilena, latinoamericana, y de muchos países del mundo, construyendo o refaccionando escuelas y centros de salud, censando, enseñando, vacunando o brindando primeros auxilios –experiencia que junto a 800 universitarios argentinos me tocó vivir con las “Brigadas Santiago Pampillón” de la FUA. Con la guía de Silvia, recorremos Santiago, Pomaire, Rancagua y la mina El Teniente, Valparaíso (“Una ciudad anfiteatro” o “colgada del cerro”, describe, exquisita, Silvia), Copiapó, las poblaciones y callampas, las “villas” chilenas… Escuchamos a los mapuches en Temuco y vemos la campaña de alfabetización con momentos de inmensa ternura y revelaciones: un poema de Jaques Prevert, o la Odisea de Homero, provocando la imaginación. La pintura, el relato y referencia que la vida demuestra que “los niños dan respuestas de poetas”. “La felicidad es la libertad”, es la conclusión de una niña en la Callampa, luego de charlar y discutir sobre El mal estudiante, de Prevert.

Podemos decir, también, sobre la novela de Silvia, que es una gran historia de amor. Una historia que permite entender la manera en la que se podía amar en aquellos años: intensa y desesperadamente; “como si fuera el último día de nuestras vidas”. La historia de Silvia y su “Flaco”, su “no-casamiento” en Isla Negra –con Margarita Aguirre de testigo, junto a las campanas con que Neruda saludaba a los barcos al pasar. Magia y pesadilla: aquel amor que le arrancó la dictadura, dejando imborrables cicatrices en el alma y en el cuerpo. Y es, también, otra gran historia de amor: la de tantos que están, y que ya no están, por nuestro pueblo y por todos los pueblos que luchan.

Pero Mariposas… es también un rescate de la memoria histórica.

En una reciente ponencia en México, en el 35º aniversario del último golpe de Estado en la Argentina, el politólogo e internacionalista argentino Norberto Emmerich nos dice que necesitamos la memoria histórica para responder las urgencias del presente. No porque estén todas las respuestas; pero en el pasado hay promesas incumplidas y, por lo tanto, el pasado nos habla de cosas que interesan al futuro.

El testigo, el militante, sabe lo que los demás olvidan; y habla porque el crimen, una vez cometido, sólo existe si se conserva en la memoria de los hombres. Alguien, recuerda Emmerich, dijo alguna vez que “nadie está muerto hasta que no lo olvidan”. Nuestros muertos, que sin duda murieron, de alguna forma no están muertos. No solo porque recordamos, sino porque luchamos.

Luchamos como Silvia prometió a su abuelo. Porque Silvia siguió escribiendo, fue una excelente estudiante y milita para que “la tortilla se vuelva”. Cumplió con el abuelo, con Traful, con Ana la Boliviana, con Guadalupe, con los mellizos (Ernesto y Lautaro), con Zeta el chiquillo de la callampa, con Michel, el francés, con Tomás, con Pedro, con la Lumi. También con Alejandro, hoy postrado, a quien sus viejos compañeros parecen haber olvidado. Y por supuesto con José, “El Flaco”.

Y ahora cumple con nosotros al echar a volar estas mariposas que nos acarician el alma.

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