martes, 1 de marzo de 2011

Agro, industria y salarios


Interesante reflexion de los economistas del capítulo argentino de la Sociedad Internacional para el Desarrollo, Enrique Aschieri y Damian Dalle, sobre este tema que históricamente cruza el debate nacional, refutando lugares comunes y proponiendo alternativas no convencionales, al menos para el análisis de los grandes medios

Más allá de los desapacibles avatares de la coyuntura en el debate público sobre la cuestión agraria, existen también algunos conceptos sobreentendidos en los que conviene detenerse. Son nociones que conducen a formar juicios ampliamente aceptados –o rechazados a regañadientes–, sin que los fundamentos sobre los que se erigen sean puestos en duda. Detengámonos en aquellos arquetipos que dan cuenta del origen de la especialización agraria de nuestro país.

Algunos sostienen que la especialización proviene de la mayor productividad del agro respecto del resto de las actividades. Otros, en cambio, apuntan a que, en términos relativos, había más tierra que seres humanos. Son explicaciones mal fundadas porque, entre otros aprioris muy restrictivos, parten del axioma de que en el mundo no hay movimiento de capitales. En la realidad, el movimiento de capitales del centro a la periferia –que viene ocurriendo hace tres siglos– modeló de manera decisiva la actual división internacional del trabajo; a veces, a través de procesos pacíficos, otras no. Otro de los postulados es que los precios internacionales determinan el ingreso nacional. Es al revés.

Y así nos hicimos una nación. Y así cuando quisimos y queremos evolucionar hacia un estadio superior, la combinación entre la falta de claridad de objetivos del movimiento nacional y el peso muerto de los resabios de la vieja superestructura revitalizada, en cierta medida, por el black-out que vivimos entre 1976 y 2003 nos detiene. El cuento que se narra es que existe un “destino natural” dado por la especialización agropecuaria y que, por ser violado, nos mandó al fondo del tacho. Como si al sistema en el que vivimos le importara el valor de uso cuando, en rigor, lo único que interesa es el valor de cambio.

En relación con el valor de cambio, en un mundo con marcadas diferencias salariales –muy bajos en la periferia y muy altos en el centro– y con una tasa de ganancia igualándose a escala internacional, la llave que abre la puerta del desarrollo es justamente ese precio político: el salario. En consecuencia, la especialización de un país, por caso la Argentina, tiene que estar en función de elevar el poder de compra de los salarios. Debe resultar de la decisión nacional de pagar altos salarios.

En términos más prácticos, la transferencia de la agricultura a la industria no se produce a raíz de que la agricultura es atrasada en sí y la industria avanzada por naturaleza (de hecho, la Argentina tiene una agricultura muy adelantada respecto de su sector manufacturero), sino porque la gama de bienes industriales es más extensa que aquella proporcionada por el agro, y su participación en la canasta familiar sanciona una función creciente del nivel de vida. Podemos ver, entonces, que la industrialización no es la condición estructural del desarrollo, es el síndrome.

Examinemos una hipótesis irreal para comprobar la verosímil raigambre de este abordaje. Supóngase que las otras actividades en los Estados Unidos –país que históricamente pagó los más altos salarios en términos comparativos a escala internacional– producen menos valor por trabajador activo que su agricultura, que el resto del mundo acepta abandonar completamente las actividades agropecuarias e importar del país del norte todos los bienes agrícolas que deseen a cambio de bienes industriales, que los factores naturales son ilimitados en los EE.UU., que la transferencia de un sector al otro no presenta problemas y que los costos de transportes son nulos. En estas fantásticas circunstancias, para los EE.UU. no será beneficiosa tal situación de especializarse el 100 por ciento en agricultura, por la simple razón de que los 200 millones de activos norteamericanos se pondrían a trabajar en una agricultura tan productiva que generaría un volumen de productos agropecuarios dos o más veces superior a lo que consume actualmente la totalidad del planeta.

No es entonces porque la agricultura sea atrasada que cada vez significa menos como porcentaje del PIB. Al contrario: debido a que es relativamente más productiva en relación con la escala de las necesidades. Así, lo que el desarrollo presupone no es la industrialización sino, en primer lugar y antes que nada, una elevación de la productividad de la agricultura. Ese papel histórico ya lo cumplió largamente la agricultura argentina. Hará falta que todos los intereses en presencia resulten equilibrados por el interés nacional, que en esta etapa pasa por avanzar decisivamente en la sustitución de importaciones. Es decir, completar el ciclo de la industria pesada. Resta entonces, también, que el resultado político de la resolución 125 que fijaba un esquema de retenciones móviles a las exportaciones deje de significar una mella.

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