En la Primera Línea para proteger a los manifestantes
contra Piñera y el modelo neoliberal.
Escudos caseros para frenar la brutal represión de
Carabineros. Al lado, los que abastecen con proyectiles para frenar la agresión,
y los que lo hacen de líquido antigases (10% bicarbonato en cada litro de agua).
Más atrás, pero casi pegados, los compañeros pendientes de
los arrestos, para intentar el rescate, protegidos con los que dificultan la visión
de los carabineros con rayos láser.
Esta es la “Primea Línea”, junto a la cual apoyan equipos
primeros auxilios o de alimentación, para afrontar las 50 largas jornadas que ya
lleva la resistencia.
Recuerdo las bolitas de rulemanes el alambre que de calle a
calle se elevaba para derribar a los cosacos y sus caballos en el Cordobazo, o
los “compañeros felinos” que lanzados enloquecían a los perros de las patotas policiales,
las hondas de David que triplicaban el alcance de proyectiles. Y tantas otras
que recorrieron de Azo a Azo la Argentina de los 60/70.
Nada se ha perdido cuando de defender el justo reclamo
popular se trata, ante y hoy vuelven las mejores tradiciones de autodefensa de
masas, reciclada, actualizada y modernizada por la creatividad popular.
Acompaño estas líneas con una notable crónica que pude
chequear y confirmar con mis veteranos compañeros chilenos. Aquellos que nos
recibieron cuando fuimos brigadistas al Chile de Salvador Allende, los que resistieron
a Pinochet, los camaradas con los que coordinamos acciones para enfrentar al
Plan Cóndor.
Estamos con ustedes compañeros, y aquí repudiamos a los
profetas mediáticos locales del neoliberalismo, los que se escandalizan ante la
ineludible respuesta organizada y disimulan las decenas de muertos y los más de
2.200 heridos, entre ellos lxs 209 jóvenes que cegaron por haber abierto sus
ojos.
Esta es la nota del sitio "Desinformémonos":
La primera línea de las marchas en la capital chilena se ha
convertido en el emblema de las movilizaciones. Con todo en contra, la
conforman las y los héroes de la protesta. En los medios de comunicación los
llaman vándalos, vagos, delincuentes. Adentro de la marcha les aplauden, los
vitorean, casi los alzan en hombros. Existen.
Son cientos de hombres y mujeres, jóvenes en su mayoría,
que enfrentan a los carabineros todos los días. Se colocan en los puntos
estratégicos para impedir que los gases lacrimógenos, los disparos de
municiones y los chorros de agua con químicos lleguen al resto de la
movilización pacífica. Son las y los guardianes de las decenas de miles de
personas que llevan más de 40 días protestando en las calles contra un sistema
que los excluye.
La esquina de Ramón Corvalán con la calle Carabineros de
Chile es uno de los campos de la desigual batalla. Piedras contra tanquetas
desde las que disparan municiones que han dejado tuertas a más de 200 personas,
o bombas lacrimógenas o los vehículos conocidos como guanacos que disparan
chorros de agua con químicos lacerantes que dejan ardiendo la piel por días.
Chile es experto en este tipo de miserias.
Las noches son un hervidero. De un lado grupos de jóvenes
quiebran el pavimento con mazos para dotar de piedras a la primera línea.
Hileras de chicos con costales de pedazos de concreto atraviesan las calles y
se las dejan a quienes repelen los ataques frontales de los carabineros.
“Gracias hermanos”, se escucha desde la refriega y el humo. Y es que sí, la
primera batalla que se ganó fue contra el individualismo y el ego, aquí todo es
colectivo.
Decenas, cientos de personas esperan a los manifestantes
que corren con los ojos llorosos. “¡Agua con bicarbonato! ¡Agua con bicarbonato!”,
gritan. Y los demás se acercan para que les rocíen el rostro, les digan
palabras de aliento, los socorran. Por cada persona lesionada se acercan cuatro
o cinco de inmediato. Es el desborde.
Al oscurecer se juntan
manifestantes frente a los guanacos y tanquetas y los desconciertan con la luz
verde de cientos de rayos láser en los parabrisas. El espectáculo de luz y
sonido inunda la calle. El guanaco retrocede. Los muchachos gritan de júbilo.
De pronto la infantería carabinera se despliega a pie. Parapetada
en los vehículos recibe la orden de atacar y corren detrás de los jóvenes y de
todo el que se encuentran a su paso. Golpean y patean a todo el que se les
atraviese, detienen a alguno y sus compañeros tratan de rescatarlo en una
batalla cuerpo a cuerpo. A veces lo consiguen. Otras el chico o chica pasa a
engrosar las filas en las comisarías. Se habla ya de más de 17 mil detenidos en
40 días de protestas.
A la primera línea llega Claudia Aranda, reportera y
activista de tiempo completo. Durante nuestro encuentro recibe por whatsapp la
imagen del ultrasonido de su próximo nieto. Está feliz. Hace 40 días lo dejó
todo y se fue a vivir a una casa okupa para mantenerse disponible todo el
tiempo. “La tía del agua”, le dicen sus miles de nuevos sobrinos en las calles.
“¡Hidrátense cabros!”, les grita con su bidón de cinco litros en la mano. En su
mochila carga el láser para cuando toca desorientar a los carabineros, y su
libreta y cámara, para sus crónicas.
En otra esquina del escenario grupos de jóvenes intentan
tumbar un semáforo. Lo jalan con un lazo para arrancarlo del concreto y formar
con el poste una barricada. Decenas de esquinas ya no tienen semáforo, por lo
que otro grupo de voluntarios dirige el tránsito, recibiendo como pago el
sonido del claxon de los automovilistas que lo mismo le regalan una botella de
agua o algo para comer.
Decenas de médicos, enfermeros y psicólogos cubren los puntos
de salud. Llegan aquí luego de largas jornadas de trabajo en hospitales
públicos y privados, y durante horas atienden a los heridos de la revuelta. Al
parecer, dicen, cada vez le ponen químicos más agresivos al agua que avientan
los carabineros, pues en los últimos días los chicos llegan con quemaduras
severas de la piel.
Una joven que trabaja como productora de eventos es ahora
la encargada de la logística en el centro de salud. Recibe y clasifica las
bolsas de donaciones de la gente: tapabocas, analgésicos, vendas, sueros y un
sinfín de artículos que se amontonan a un costado. La solidaridad, por ahora,
es más grande que la emergencia.
En la primera fila los jóvenes se protegen con escudos
hechos con láminas arrancadas de cortinas de tiendas, con tapas de tambos, con
lo que tengan. Son unos gladiadores. Hay hombres y mujeres “bombers” cuya
misión es “ahogar” las bombas lacrimógenas con garrafas de agua con bicarbonato
y sosa caustica. Se llevan la peor parte, pues sus pulmones se llenan de
tóxicos. El aplauso de sus compañeros es el único pago por cada bomba
desactivada.
En la manifestación no se pasa hambre. Y menos en la
primera línea, pues se organizan ollas comunes y se reparten gratos en carritos
recuperados del supermercado. Lentejas y papas nunca faltan. A veces llegan
contingentes de ciclistas con ayuda, otras veces son ellos los que la
necesitan.
¿Qué pasaría si no existiera esta primera línea? Hace unos
día intentó llegar a la Plaza de la Dignidad, antes conocida como Plaza Italia,
el centro neurálgico de las movilizaciones, una marcha organizada por maestras
de kínder, y contra ellas arremetió la policía con gases lacrimógenos. La
primera línea sirve para que ellas y muchas como ellas puedan acceder a la
plaza y manifestarse pacíficamente.
Las resorteras y bayonetas improvisadas son las armas de la
primera línea. Barricadas de piedras, láminas, llantas, todo lo que sirva para
obstaculizar el paso de los carabineros, cuya misión es cada tanto romper esa
línea, atravesar las barricadas a como dé lugar e ir tras los manifestantes.
Más de 40 días después la mecánica es clara. Rompen la línea, los jóvenes salen
disparados, se dispersan y luego retoman sus lugares. Hasta el nuevo ataque. Y
así.
“¡Encerrona! ¡Encerrona!”, gritan cuando vienen los
guanacos de los dos lados. No hay mucho que hacer más que agacharse y
protegerse con los cuerpos. Se avisan igual cuando uno de ellos con un cóctel
molotov está a punto de arrojarlo. “¡Mecha, mecha!”, gritan para que sus
compañeros abran cancha. La bomba artesanal vuela por los aires y cae cerca de
los carabineros. El júbilo se expande, pues eso les da un tiempo para acercarse
a los carabineros y continuar el combate con piedra.
La batalla es organizada. Unos enfrentan, otros hacen
barricadas, otros juntan pertrechos, unos llevan comida y agua, y otros
atienden las heridas. Todo para que el resto de la movilización contra un
sistema que los privó de lo más elemental pueda caminar sin muchos tropiezos.
En medio del ataque no falta la batucada o un saxofonista
que se acerca con “El derecho de vivir en paz” e inunda con sus notas el
ambiente. Anochece y los bloqueos se van apagando. Por semioscuras calles
aparecen grupos de carabineros patrullando. Y de entre las sombras, como
fantasmas, se escuchan los gritos: ¡Milicos de mierda! ¡Cabros de mierda!
¡Asesinos! Una chica con una enorme piedra en la mano pasa junto a la hilera de
carabineros. Los insulta de frente con la piedra escondida. Los carabineros se
siguen. Y ella también.
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