Esta postura omite que el valor agregado exportado es función directa del potencial de mercado doméstico y que, por ende, la contracción del mercado doméstico con vistas a la exportación atenta contra el valor de esas mismas exportaciones. Podemos entonces plantear y responder la pregunta en boca de muchos y que hace al verdadero núcleo de la cuestión: ¿cómo se puede compatibilizar un aumento del consumo necesario para sostener la demanda efectiva, incentivando la inversión, con la necesidad de una contracción del consumo para dejar margen a la inversión, fuente del crecimiento y el desarrollo?
Efectivamente, es un dilema. Pero un dilema que muchas economías han resuelto. No parecen creerlo así muchos estudiosos. Refiriéndose a las características de la división internacional del trabajo e invocando el teorema de la dotación de factores de la producción, sugieren que los países desarrollados esquivaron ese dilema. Como son naciones intensivas en capital, pudieron compatibilizar las necesidades de desarrollo con la exigencia de un mercado de consumo creciente. Esa intensidad de capital, dicen, tornó al trabajo más productivo y escaso, aumentó su remuneración –en consecuencia los salarios reales– y se logró incrementar el nivel de vida de los habitantes, al tiempo que se preservó el equilibrio macroeconómico. Pero existe un problema fundamental con este tipo de razonamiento.
El problema no está en la constatación de una correlación positiva en las variables enumeradas, sino que radica en la determinación del orden de causa y efecto. Lo que demuestra la historia, por caso la de Estados Unidos, es que, contrariamente a la secuencia establecida por estos estudiosos, han sido los altos salarios de los obreros norteamericanos lo que, sumado a la baja calificación de los mismos, generó incentivos a la mecanización y a la consecuente industrialización, a los fines de poder “soportar” ese costo diferencial del factor trabajo. Esos mismos altos salarios supusieron la existencia de un mercado próspero y en expansión que atrajo capitales e inversión. Los salarios no eran altos porque el trabajo fuera escaso, sino porque la decisión política así lo estableció. Esa decisión obligó a “saltar la cuerda” y a desarrollarse. El caso estadounidense es paradigmático en la resolución del dilema planteado.
Esto debería ser recordado por todos aquellos que en nuestro país, con el pretexto de la supuesta necesidad de lograr incentivos extraordinarios para la inversión, recomiendan la contracción de nuestro mercado, el estancamiento de los salarios y la salida exportadora. Si pretenden mayor inversión para desenvolver un proceso de desarrollo caracterizado por la tendencia creciente a la mecanización y la industrialización, ¿cómo esperan, utilizando la misma lógica implícita en la teoría de la dotación de factores, que pueda desatarse ese proceso con un precio del factor trabajo relativamente bajo al precio del factor capital? Cuanto más bajo es el precio del factor trabajo –salario– más caro es el precio relativo del capital y, por ende, lejos de fomentarse la mecanización y la industrialización, se fomenta el proceso contrario que conduce al subdesarrollo.
Lo cierto es que el comercio exterior y la consecuente consideración de las variables fundamentales que lo representan (exportaciones, importaciones, balanza comercial, de cuenta corriente, de capital, etc.) “giran en torno” del “eje de gravitación” constituido por el proceso de desarrollo nacional. En el orden de causalidad, aunque exista verdadera retroalimentación, es el desarrollo económico el que hace al comercio mundial y no a la inversa. El Gobierno viene sorteando el dilema. Que tenga que hacerlo mejor no quita lo bailado. No luce racional oponerse con argumentos débiles que, en función de su gratuidad, soplan como fuertísimos viento de proa.
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