Juan Rosales, escritor, docente universitario, director de la
Cátedra Abierta de Estudios Americanistas-Filosofía y Letras-UBA, escribió esta
nota hace más de una década en la revista “Tesis XI”. Las reflexiones, con
alguna actualización, siguen vigentes, y ayudan a una lectura equilibrada de un
proceso complejo, y diferenciado, en Latinoamérica. Rosales plantea que la lucha de
los Pueblos Originarios, por la protección del patrimonio natural y cultural,
por formas colectivas y fraternales de sociedad refractaria a la
deshumanización capitalista, no solo es en defensa de sus derechos sino de los
de todos.
Dentro de la estrategia “antiterrorista” global diseñada por las élites
del poder de EE.UU. para norteamericanizar al mundo, un capítulo esencial está
dedicado a las tramas económicas y políticas, culturales y militares
destinadas a mantener y profundizar el control de su “patio trasero”,
puesto en peligro por la creciente insurgencia de los pueblos de Nuestra
América.
Resumiendo las prevenciones y
previsiones de los organismos estatales de inteligencia y las fundaciones (think thank) de las corporaciones
USA con la colaboración de expertos latinoamericanos a su servicio, el National Intelligence Council (Consejo
Nacional de Inteligencia) destacó en su Informe del año 2004 “Tendencias
globales 2015” y en el Proyecto “Global
Trends 2020”, del año 2005, la emergencia, en medio de un clima social y
político peligroso para los intereses yanquis, de los movimientos radicales
indígenas en el hemisferio.
“Tales movimientos –dice el Informe para el 2015- se incrementarán, facilitados por redes transnacionales de activistas de derechos indígenas, apoyados por grupos internacionales de Derechos Humanos y ecologistas, bien financiados”.
El Proyecto para el 2020 se
muestra a su vez muy inquieto por el progresivo encuentro entre el movimiento
de los Pueblos Originarios y el movimiento popular latinoamericano. “El ascenso
a gran escala –dice- de movimientos indígenas radicalizados, políticamente
revolucionarios, en varios países de la región, podría incluir la convergencia
de los indigenistas con algunos o varios de los movimientos sociales no
indigenistas, pero con frecuencia radicalizados (‘sin tierra’ brasileños,
campesinos paraguayos y ecuatorianos, piqueteros argentinos, grupos
antiglobalización, etc.), que existen en la actualidad”. Y añade: “La
internacionalización de los conflictos étnicos constituye una amenaza latente”,
puesto que, explica, estas luchas y convergencias son incompatibles con la Seguridad Nacional y “el orden político
y económico occidental”.
La historia moderna del movimiento indígena del continente, en particular desde su reactivación y visibilización confrontando con las celebraciones oficiales del 5º Centenario del pretendido “Descubrimiento de América”, y de batallas tan resonantes como el levantamiento zapatista en Chiapas, las grandes movilizaciones en Ecuador, los espacios de resistencia abiertos por los indígenas en Colombia, de los mapuches y otras comunidades en Chile y Argentina, del proceso revolucionario aymará-quechua en Bolivia, expresado hoy en el primer gobierno indígena de Indoamérica, explica la alarma de los neocolonialistas y sus cómplices locales ante la voluntad de lucha de los pueblos secularmente oprimidos que le dicen basta al colonialismo interno y externo, al racismo y la exclusión, a la imposición de la cultura homogeneizadora y etnocida de los Imperios, a la destrucción de nuestro ecosistema y al saqueo de nuestros recursos. Al genocidio de cinco siglos.
El intelectual norteamericano Noam Chomsky, analizando cómo “5 siglos después de las conquistas europeas, Latinoamérica reafirma su independencia” merced al vibrante conjunto de movimientos populares, asevera: “Como si volvieran a descubrir su herencia precolombina, las poblaciones indígenas son mucho más activas e influyentes…” (The New York Times Syndicate, octubre 2006).
Es que el combate de los Pueblos Originarios en defensa de su patrimonio natural y cultural, de su identidad y dignidad, viene de lejos. Los movimientos indígenas no son actores recientes en el escenario histórico de América Latina y el Caribe. Hace 514 años la Conquista y Colonización de nuestro continente por el capitalismo europeo que nacía entonces, según Carlos Marx, “chorreando sangre y lodo por todos sus poros, de la cabeza a los pies”, impuso por la violencia armada y la violencia espiritual un sistema de dominación, saqueo y explotación inmisericorde de las diversas comunidades nativas y de los africanos cazados como fieras, todos ellos despojados de su libertad, su identidad, sus peculiares y asombrosas culturas y reducidos a ser “indios” y “negros”, despreciados e inferiorizados, convertidos en simples mercancías, combustible biológico para las minas, plantaciones y encomiendas de los que sólo codiciaban el oro, la plata y los cultivos comerciables para enriquecerse y expandir la “civilización occidental y cristiana”.
José Martí dijo que no habría
poema más triste y hermoso que el que se podría sacar de la historia americana.
Triste, porque se trata de una historia de sufrimientos inauditos, de
exterminio humano y pillaje sin límites. Pero también hermosa, porque desde la
llegada de los conquistadores la de los Pueblos Originarios es una
historia de abnegación (el rey Felipe II contaba asombrado en 1581 que
“las madres matan a sus hijos para salvarlos del tormento de las minas”), de
resistencia cultural y humana, de sublevaciones incesantes, desde Hatuey
y Rumiñahui a Lautaro y Chelemin, a Túpac Amaru, Micaela Bastidas y
Túpac Katari.
El escritor cubano Alejo Carpentier supuso que si se encendiera una lamparilla roja por cada insurgencia de los negros con sus palenques y quilombos – y, agreguemos, de los indígenas y luego de los mestizos y criollos anticolonialistas- desde el siglo XVI a nuestra época, no habría pasado un día sin que en alguna parte de América brillara inextinguible la luz de la liberación.
La tristeza no tiene fin, como
dice la canción brasileña. No terminó tras las guerras por la
Independencia, en las que amplias masas de indios y de negros
esclavizados derramaron su sangre generosa por la libertad y la justicia.Las
oligarquías criollas y sus mandantes extranjeros mantuvieron e incluso
profundizaron la servidumbre, la cristianización compulsiva y la
extinción de los pueblos indígenas, con las Conquistas del Desierto, el
hambre y las enfermedades. El racismo se arropó en los argumentos “científicos”
del socialdarwinismo, la historia oficial los arrinconó en el olvido y la
cultura dominante en el desprecio o el pintoresquismo.
En nuestros días, el Norte
imperial se abalanza no sólo sobre el oro que aún no han podido arrebatar, sino
también sobre la tierra, cultivada en duras condiciones por
indígenas y campesinos, sobre los bosques, tras el petróleo, el gas, el agua
potable, los recursos naturales devenidos en objeto de lucro y depredación. El
neocolonialismo, con el ALCA y los Tratados de Libre Comercio, sus bases y
estrategias militares, sus misioneros y publicistas que colonizan las
almas, no reconoce fronteras, soberanías, identidades. Como el carro
mitológico de Juggernaut, pisotea y aniquila todo lo vivo.
Frente a la Nueva Conquista, la Nueva Resistencia. Nuevas no en el tiempo largo del sistema capitalista en sus distintas fases de expansión y de crisis, ni en el más largo todavía de la cultura de resistencia de los pueblos – donde las “viejas” tradiciones y movimientos surgidos en el combate de ayer, lejos de contraponerse, necesitan articularse con los movimientos y concepciones que emergen de la lucha de hoy -, sino en el carácter renovado de estas luchas, de los dinamismos sociales y políticos que implica, de las lecciones de la historia. Lo realmente nuevo son las culturas populares que se vienen configurando, ya no como ese “ajedrez suicida” de nuestros pueblos fragmentados de que hablara Julio Cortázar, empantanados en estrategias aisladas de supervivencia, sino como un saber plural y multiforme, enraizado en las mejores tradiciones del pasado y en la conjunción de ideas y acciones de las diversas fuerzas populares que se oponen al colonialismo e impulsan el protagonismo de las masas.
Se trata de un proceso, de un
camino que se hace al andar, y por lo tanto sembrado de obstáculos; y no
sólo de los que promueven los grupos dominantes. La América popular está
plagada de disensiones y desencuentros, de disputas por hegemonías retóricas y
de enfrentamientos trágicos, de la persistencia de una mirada hacia el Otro, el
prójimo con su identidad propia, deformada por las anteojeras elitistas,
racionalistas y eurocéntricas instaladas por la cultura del poder.
Durante mucho tiempo la
izquierda dogmática concibió a las comunidades indígenas como un residuo del
pasado “bárbaro” condenado a desaparecer, o como un campesinado que, al decir
de Darcy Ribeiro, cualquier día, tras una buena reforma agraria, dejaría la
manía de ser indio para integrarse a la sociedad criolla. Así abordado, el
enfoque clasista se contraponía al cultural, la lucha de clases a la
lucha por la identidad étnico-cultural, cuando en la realidad histórica
capitalista ambos aspectos marchan juntos.
En su análisis marxista y
revolucionario desde la realidad peruana y latinoamericana, J.C. Mariátegui
comenzaba por reivindicar el derecho indígena a la tierra, y planteaba desde
allí los temas de la autonomía nacional de los Pueblos Originarios y el
desarrollo de su conciencia y su cultura como parte integrante de la lucha
general obrera y popular por el socialismo.
Martí sabía muy bien que “hasta
que no eche a andar el indio, no andará la América”.
Hoy, fundado en la experiencia de siglos de derrotas y frustraciones, pero también de tenacidad militante, el movimiento indígena, aún con las discrepancias propias de su heterogeneidad social y de fines políticos que confrontan en su seno, se ha venido convirtiendo en una fuerza determinante en la pelea tanto por sus reivindicaciones cuanto en la batalla emancipadora conjunta de los pueblos contra el enemigo común, aportando a la misma sus valores y cosmovisiones.
Hoy, fundado en la experiencia de siglos de derrotas y frustraciones, pero también de tenacidad militante, el movimiento indígena, aún con las discrepancias propias de su heterogeneidad social y de fines políticos que confrontan en su seno, se ha venido convirtiendo en una fuerza determinante en la pelea tanto por sus reivindicaciones cuanto en la batalla emancipadora conjunta de los pueblos contra el enemigo común, aportando a la misma sus valores y cosmovisiones.
Al encabezar la lucha por la tierra, el agua, la biodiversidad, la armonía del hombre con la naturaleza y los demás hombres, al sostener la primacía de la espiritualidad y proponer las formas colectivas de vida frente a la deshumanización capitalista globalizada, los movimientos indígenas no sólo defienden sus derechos y sus sueños sino los de todos. No se trata, para los distintos luchadores por una nueva vida, de un mero asunto de solidaridad, con todo lo que ésta importa, sino de esa “fraternidad de los oprimidos”, de esa conjunción de “todas las sangres” con que soñara José María Arguedas.
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