Dos queridos amigos, Mariano de Miguel y Enrique Aschieri, economistas y académicos que hace años vienen bregando contra el las recetas neoclásicas del conservadorismo, aportan este análisis --corto, simple, cotundente-- de màs que interesante lectura.
En el acalorado debate actual sobre la inflación parece haberse perdido la lección que se saca de toda el agua turbulenta que pasó bajo el puente argentino: mientras que un desempleado representa una pérdida bien definida y sin contrapartida para la comunidad, un punto de más o menos en el índice de precios no significa más que una transferencia de riqueza de un grupo de agentes económicos a otro. Sean lo espinosas que fuesen las dificultades de un orden social y técnico debido a una inestabilidad de precios, su solución no es ciertamente más fácil con un producto social global reducido que con un producto social que ha maximizado su volumen.
Pero entonces, ¿a qué se debe la insistencia en que la lucha contra la inflación prime sobre el resto? Cuestiones complejas no pueden discutirse apelando a un contrapunto de frases hechas. Ni al amparo de la “lucha contra la inflación” se debe colar un conjunto de propuestas de corte legal cuyo objetivo cierto resulte un menoscabo de los derechos de los trabajadores.
De hecho, y para tomar en cuenta la realidad tal cual es, cuando los factores de distorsión se encuentran orgánicamente integrados al sistema y son ineludibles, como es el caso tanto de los monopolios como de la determinación nacional del valor de la fuerza del trabajo y de la acción de los sindicatos -en tanto la remuneración del capital se fija a escala internacional- el accionar colectivo de éstos en función de su propia lógica constituye el único medio para contrabalancear en la medida que les compete los efectos de las distorsiones generadas por los mercados y encontrar así un óptimo relativo en vista del interés general de la sociedad.
Esto remite a una categoría de John Kenneth Galbraith: el “poder compensador”. Quienes están sujetos al poder económico han tenido desde siempre un vigoroso acicate para organizarse o para conseguir un poder de contratación para defenderse. Este “poder compensador” es una fuerza reguladora que se genera por sí misma, como en realidad tenía que ser la competencia pero no lo es – porque no puede serlo. El poder ejercido por una parte del mercado crea la necesidad de una acción contraria de la otra y descubre las ventajas que mediante ella se pueden asegurar. La existencia de una fuerza compensadora ha de ser vista con relación al proceso evolutivo del Estado popular. Galbraith es prudente al advertir que no pretende argumentar que el poder compensador emerja como un antídoto a toda posición de poder económico. Tampoco que la balanza del poder sea siempre igual. El pluralismo que acompaña al poder compensador parece esencial para la solución o, mejor dicho, para el grado de solución del problema del poder económico existente en el capitalismo.
¿Y qué compensa este poder en el plano de las relaciones laborales? La defensa del poder de compra creciente de los salarios, la cual es una necesidad estructural del poder compensador para hacer viable al Estado-Nación. Para que ello ocurra hay que saber y querer edificar un poder compensador. El querer requiere un vector político. Depende del acuerdo de cada sociedad para determinar que su precio más importante –el salario- alcance una altura que rompa el nivel de subsistencia de manera persistente y sostenida. No todas las sociedades están dispuestas a hacerlo.
Esa es la gran tarea de la política y lo que le da sentido a la búsqueda de un acuerdo. Preferimos llamarlo: Acuerdo para el Desarrollo Nacional 2011; o por su sigla: ADN 2011, para que este año sea el primero de los próximo cien que capitalice aciertos y errores de los pasados doscientos.
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