domingo, 14 de junio de 2020

“Querer lo no querido…

…lo ignorado hasta aquí”.

     Los años han pasado, pero aun persistimos en aquel “sueño nuestro”.

     El recuerdo de lo que una vez fue lo sigue siendo ahora, en tanto lo recreemos en nuestra memoria, y lo atesoremos en el corazón.

     Mi pasaje por las instituciones del ICUF (Idisher Cultur Farband) -Zumerland y el Kínder, así como los Especiales, el Seminario, y un muy breve periodo como lerer (maestro)- forman una acuarela de tonos felices en mi vida, una suerte de refugio frente a un mundo que imaginaba pleno de futuro, pero en el que cada día transcurría en medio de angustia y la persecución política de los míos.

Zhitlosky: noviembre de 1956
   Todavía mantenía una alegre inconsciencia infantil cuando, en 1956, y en plena dictadura de la “Libertadora”, me recibió el Jardín del Zhitlovsky en Villa del Parque, donde compartí juegos y -en el salón de actos, en el fin de ciclo- formé parte de una coreografía de movimientos gimnásticos, donde en la presentación final pesó más el deseo individual para llamar la atención a mi madre, que el esforzado trabajo de las maestras para ensayar la muestra colectiva.

   Todo fue muy distinto siete años más tarde, en 1963, cuando mis padres me informaron que en días partiría a un lugar casi “de ensueño”, la Colonia Zumerland, a compartir unos 20 días “con chicos de tu edad”. Eran, para mí, escasos argumentos en una etapa difícil de mi niñez, cruzada por documentos falsos para identidades cambiadas y técnicas de observación ante los probables seguimientos policiales, por lo que -más confuso que golpeado- reaccioné de la peor manera pese a nuestro cariño, acusándolos nada menos que de pretender “sacarme de encima”.

   Este ingreso consciente al mundo icufista se produjo poco después que Fernando Nadra, mi padre, fuera liberado tras casi dos años de prisión en las cárceles del Plan Conintes de Arturo Frondizi, por comunista y -según admitió el propio ex presidente- a pedido de la embajada de Estados Unidos.

    El cuadro familiar no era sencillo. Preocupaba que el dulce niño que despidió antes de ser detenido tras intervenir en una Mesa Redonda en la facultad de Derecho (UBA) en solidaridad con Cuba, había dado paso a un extraño con pésimas calificaciones escolares, cada vez más callado, y hasta huraño, sin amigos; encerrado a solas con sus libros de aventuras, tal vez a la búsqueda de una justicia lejana, como la que en sus páginas lograban con frecuencia los héroes de las novelas de Verne, Salgari, Dumas, Twain, o London.

   No exagero si digo que cambió mi vida, pese a que los primeros días no fueron fáciles. Hubo grises, sin duda, y hasta algún cruce de puños a modo de recepción, aunque un hombre me contuvo y orientó cuando más lo necesitaba: Abraham Paín, director de la Colonia e impulsor de una nueva manera de ver y hacer la recreación de niños y adolescentes. Para mí, entonces, sólo Pepe, “el lerer”, desconocida palabra que se volvería parte de mi vocabulario cotidiano.

    Casi sin darme cuenta, de la mano de maestros como Susy y Raúl Fridman, comencé un aprendizaje de valores, que también serian parte de mi militancia política y que conservo hasta hoy.

    Con colonos de mi edad, como Violeta Curiel, Carlos Kacheli, Daniel Casinotti, “Grillo” o Jorge Filmus, fui valorando la importancia de cuidar nuestro pabellón/dormitorio, arreglar mi armario y tender mi cama para, entre todos, enfrentar una “inspección” y disputar una muñeca/símbolo del esfuerzo común en la limpieza y el orden. Construimos el refugio del grupo, encaramos investigaciones, nos apoyarnos mutuamente durante una excursión, al realizar una encuesta o componer canciones, al servir la mesa común, participar de los “vocacionales” o salir de la lectura individual para disfrutar de la que nos enriquecía a todos. Eran, es cierto, valores también compartidos en mi familia, pero hasta entonces solo ejercidos en nuestro estrecho vínculo.

    Dos años después regresaría con otro espíritu a Mercedes, ahora al “grupo mayor”, curiosamente con la misma Susy y Alberto Teszkiewicz como maestros, con el apoyo de Mónica Waisman y Rafael Kurtzbar.

Grupo Mayor: enero de 1965
    Entonces, comenzaron a gestarse amistades fuertes y fundamentadas, en casos ahogadas por la furia represora, como la que mantuve con Liliana Malamud, secuestrada y asesinada por la dictadura; en el recuerdo emotivo (Mario Treguer), distanciadas pero presentes (Víctor Elena, Silvia Baquero, Edy Kordon, Mónica Naftal, Sergio Kogan, Nora Borestein), y las todavía hoy vigentes (Mónica Aguirre).

    Legué con otro bagaje de cultura y tradiciones, al ser hijo de familia paterna siria y materna italiana, pero allí descubrí los escritos de Scholem Aleijem, los de Howard Fast o el Diario de Ana Frank, al mismo tiempo que a Makárenko y su Poema Pedagógico, Ponce, Jesualdo, Piaget, o Vygotski, con muchos de los cuales -para mi alegría- también me encontraría en la biblioteca familiar.

    Entonces comenzaron los primeros palotes de lo que más adelante comprenderíamos explicaba la clásica consigna de “Aprender para enseñar”: juegos y canciones clasificadas por edades, rudimentos de dinámica de grupos, el “rol”, “status”, motivación o liderazgo, categorías que despertaban vocaciones aun dormidas. También los pudorosos conqueteos en los “ieles”, los primeros “metejones” sentimentales, la sensibilidad a flor de piel en los fogones y guitarreadas, junto al despertar de las definiciones políticas en una Argentina que vivía un muy breve interregno entre golpes militares, dentro de un mundo impactado por la resistencia vietnamita a la invasión de Estados Unidos, el país del racismo y el estallido estudiantil contra la guerra.

    Los sábados en el Kínder entrelazaron esas amistades y, con cinco de los compañeros de aquel grupo mayor en Zumerland, concurríamos al CIR de Ramos Mejía, de donde también recuerdo al entrañable Alejandro Lacreu, a Norberto Celesner, Horacio Peralta, Mirta Hicks y Alba Jesiotr, con los que exploramos desde los cancioneros al teatro, el debate y el deporte. Por mi parte, el día culminaba casi siempre en memorables batallas de “Poliladron”, con bandos que incluían a casi todos los grupos del kínder, y en donde destacaba por su velocidad el querido y recordado “Pata”, Daniel Rozengardt, dos o tres años menor que yo.

    También era semigrupal el retorno a nuestras casas, aunque en mi caso a una dirección que debía guardar celosamente en secreto, aún de familiares o aquellos amigos muy queridos: caminábamos juntos hasta la estación Ramos del ferrocarril Sarmiento, donde algunos viajábamos hacia la Capital Federal, pero yo solamente hasta Liniers, para despedirme, bajar y disimuladamente cruzar el andén y tomar el tren en dirección contraria, a Castelar, donde viví durante un periodo.

    Siguieron otros sábados, los de los “especiales”, en el Berguelson de Villa Urquiza, en plena dictadura de Onganía.

    Recuerdo, en la sede de la calle Heredia, el primer -y doloroso- distanciamiento político dentro del grupo, cuando algunos rompieron con la FJC (Federación Juvenil Comunista), y decidí no sacrificar la amistad o el respeto por la intolerancia política, una conducta que me enorgullezco de haber mantenido toda mi vida, no sin inconvenientes e incomprensiones en la vida partidaria.

    También hubo un desagradable encuentro con el escritor Pedro Orgambide, quien ante varias preguntas relacionadas con la realidad política y social nos “aconsejó” con cierta soberbia paternalista que nos dedicáramos más a “divertirnos y ser jóvenes”. Al terminar las actividades eran infaltables los partidos de futbol, donde ejercía su temible giro o “media vuelta” Elías Halperin, y a veces había que empatar, pese a ir ganando, pues para Isaac Landau la pedagogía llegaba hasta la puerta de entrada a la terraza del Berguelson. Ya de noche, pero solo si alcanzaban los pesos en el bolsillo, la formidable pizza del Imperio de Chacarita.

     Se fueron sumando anécdotas y amigos: Dora Zajac, Quique Edelstein, Corina Leibinstein, Mabel Ferrari, Mario Beszkin, Mabel Kogutek, Ruben Wainschenker, Gerardo Gurvich, Olga Ladovsky, Leonor “Lulu” Schmilovich, Carlos Dawidson, Ana Luz Sinay, Slvia Libkind, Natalia Sadovsky, Adriana Litwin o Julia Gurwicz, entre muchos otros.

    En el verano posterior, en Quequén, en lo que era el “Costa Azul”, los despertares eran a todo volumen con el Funeral del Labrador, de Chico Buarque, en la versión de Barbara y Dick. Allí, luego de una gripe y ante el asombro general cambié (¡por fin!)  mi voz aflautada por una más “varonil”. Tampoco faltaron “zarpadas” al estilo de encerrar unas horas a Iósele Zuberman, el querible lerer al que apodábamos “Pepín Cascaron” por su parecido al personaje central de una revista infantil de 1960, con sospechosa similitud con el Humpty Dumpty, de Lewis Carroll.

    Allí se acentuó la búsqueda de la formación para la educación no formal, con un momento inolvidable: nuestra “invasión” a las playas de la vecina Necochea durante los días del célebre festival infantil. Tras una rigurosa preparación con el equipo docente, tal vez ellos con más nervios que nosotros, sorprendimos a decenas de familias veraneantes convocando a los niños y agrupándolos por edades para cantar y jugar toda una mañana, una práctica que con los años se convirtió en un clásico en todos los ámbitos de recreación vacacional, parte de una concepción que convirtió a Zumerland en una “marca”, que hoy se estudia en el Instituto Superior de Tiempo Libre y Recreación.

     Fue en Necochea, pese a que ya militaba en la FJC y en el movimiento estudiantil, donde aprendí y apliqué una metodología que sería clave en mi vida política y personal: “planificar, realizar, evaluar y corregir”.

    Recuerdo la aplicación de esos principios de mejora constante en la tarea cotidiana del Mendele de San Martin, donde junto a otra “68”, Liliana Berenstein, y el seguimiento de Mirta Dick, tuvimos a cargo el grupo mayor (entre 10 y 11 años), que tuve que abandonar prematuramente cuando las luchas estudiantiles que abrieron la década del 1970 me obligaron a inclinar definitivamente la balanza hacia la militancia política.

   Una boina blanca con pompón fucsia, un pañuelo gris con la sigla “SZ” y las cenizas del banderín de la Promoción 68 del Seminario de Zumerland, guardadas en un pequeño estuche de metal, son testigos y testimonio de todo aquel proceso de aprendizaje y crecimiento. Mosaicos de la lucha de una generación de sueños, pero a la vez de acción, de mártires, pero también de héroes cotidianos, que a su manera aún hoy rescatan -tal vez bajo otras banderas- los mismos ideales, aquellos sueños que nos unieron, y cantando “Densa el tiempo” prometimos “llevar hasta el fin”.

3 comentarios:

  1. Hermosos y sentidos recuerdos de un tiempo ido, pero cada vez más presente, el territorio de la infancia. Gracias por compartir el tesoro de la memoria. Una forma de conocerte más, querido compañero Alberto.

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