Seguimos con nuestra selección dominical de Tres
mil historias de frases y palabras que decimos a cada rato, de Héctor
Zimmerman, Editorial Aguilar.
Todo empezó con la lanza. Ella surgió con la idea de arrojar algo
para acertar un blanco animal o humano. El significado se expandió muy rápido.
Para los romanos el acto de tirar los dados se convirtió en un lance. En España, lance tomó también el sentido de echar la red sobre la borda y, más adelante, equivalió a algo así
como trance o episodio (un duelo, por ejemplo, es un lance de honor).
Pero la frase tirarse un lance nació en nuestro país [la Argentina]. Se refiere,
como muy bien lo explica José Gobello, a una “acción ejecutada sin seguridad de
éxito, con la esperanza de que el azar la haga provechosa”.
Quien se tira un lance, ya sea en una conquista amorosa, o al ir a
dar examen muy mal preparado, recibe entre nosotros el calificativo de lancero.
Este lancero –sin la menor conexión con Bengala– se arriesga a
conseguir de chiripa lo que otros logran a pulmón. Es un eterno arrojador de
redes, un adicto al cubilete existencial.
Ni bueno ni malo, “tirarse un lance” consiste en entregarse a las emociones del
pálpito y la incertidumbre. A confiar sin cálculos en una ayudita del destino.
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