Pocas cosas leo con más voracidad que lo que se escribe acerca del
Partido Comunista Argentino. ¿O debería precisar, de lo que fue el PCA? Matriz
de identidad familiar amoroso /política /simbólica, el Partido es eso que me
parió como la Niña Soviética que fui, pero también es la foto de un paisaje en
ruinas que no es sólo político sino también afectivo.
Acabo
de terminar Secretos en Rojo, de Alberto Nadra y esto que escribo,
más que una lectura crítica, es una confesión. Lloré durante gran parte de la
lectura, y no precisamente en el recuento de heroísmos militantes, ni en la
semblanza de viejos y desconocidos cuadros del partido (y va con minúscula a
propósito, la minúscula de lo que fue cercano y querido), ni cuando
Alberto recorre -- con mucha inteligencia--los desafíos políticos de los
últimos años. Aquello donde quedó fijada, perturbada por lo que parece ser un
duelo que nunca terminó y a lo que vuelvo obsesivamente, es al relato de lo que
fue una esperanza y terminó en fracaso. Nadra, hijo de Nadra--pura cepa
de tradición bolche y de Comité Central--sabe y cuenta. Y yo, Niña Soviética de
entonces, hija de Miguelito el mecánico de Villa Urquiza, que nunca militó en
otra parte que en su círculo del barrio, dejo que me cuenten lo que no sabía
pero que la mirada sobre la derrota y los años me hicieron intuir.
Me afilié a la Fede en el año
75, en una fiesta del local de Bahía Blanca. Mi mamá no quería, mi papá sí. Y
ahí firmé la ficha. Recuerdo que tocó Pugliese. Recuerdo un enorme cartel con
una frase de Aníbal Ponce que olvidé pero tanto ese recuerdo como ese olvido
todavía me emocionan. Después el 76 rompió todo: país y familia. Los viejos se
divorciaron, y empezó el silencio. Mi viejo escondía cosas que los compañeros
le daban adentro de los lavarropas que arreglaba y bajaba la línea del informe
de Arnedo, esa que alertaba sobre militares pinochetistas que no eran Videla.
Más de una vez cruzamos los controles de la General Paz, temblando con la
prensa del partido escondida abajo del asiento. En el 79 estábamos en la Liga
Argentina por los Derechos del Hombre. Recuerdo unas reuniones, recuerdo unos
bonos que había que colocar para conseguir ayuda para los presos políticos. Ni
una sola vez se me cruzó la posibilidad de objetar la sacrosanta línea del
partido.
Jamás. Se hacía lo que mi viejo decía que el partido decía. Y
Sanseacabó.
Murió mi viejo en diciembre del
80, unos días después de Lennon, y me arruinó las navidades por el resto de mi
vida. Después el amor entró como una tromba y cuando se fue era el 81 y vino
otro amor y más militancia. Voté obedientemente la listas 2 y 12 y agradecí
vivir en Capital. Mi novio, en cambio, tuvo que votar a Herminio Iglesias. Me
eligieron delegada de base en Aerolíneas Argentinas y aprendí a repartir mi
tiempo entre el gremio y la Fede de Filo. Era cada vez más difícil predicar la
Santa Palabra. El Verbo no se hacía Carne. Compañeros de otras agrupaciones se
burlaban, objetaban lo del gabinete cívico militar y contaban los desaparecidos
de cada uno. Dolían esos números, inobjetables, un poco perversos.
Y se marchaba. Ay, cómo se
marchaba: contra el Fondo, con la Conadep, contra el Plan Austral, contra la
Obediencia Debida, contra el Punto Final. Alconada gorilón. Había algo en falsa
escuadra y entraron a tallarme nuevas preguntas primero, y la decepción
después. En el 84? 85? Se va la Brigada a Nicaragua. Se abre la promesa
del “viraje histórico”. Por primera vez se hace algo más que repetir la línea
del último informe. Por primera vez se dice lo que duele, lo que no se
entiende, lo que no se sabe. Algo empieza a oler a podrido. Y no es Dinamarca.
Es ese ámbito familiar que se hace espacio embrujado, sitio de locura.
Sin saber. Yo miro y tengo mis sospechas, aunque aún no tengo las palabras
para decirlas. Siento de manera muy potente el desajuste histórico de muchas de
las nuevas consignas. Parece que estamos llegando muy tarde a todas partes. Y
sin darnos cuenta, estamos, nosotros también, pateando basura en el callejón. Y
es ahí cuando un poco me echan y otro poco decido irme. Pegar el portazo para
ir a vomitar en soledad tanto desencanto. Yo, como cuenta Jorge Sigal en El
día que maté a mi padre, también tuve que matar al mío para poder
escaparme. A veces vuelve, el viejo vuelve, y yo le cuento todo lo que aprendí
en esos años de vagar huérfana por el mundo de los gulags, de los poetas rusos,
de los anarquistas en la Guerra Civil, de los peronchos asesinados en los
basurales y en los campos. Alberto, en su libro, logra caminar el camino opuesto:
devolverle la vida a su padre y a tantos compañeros que no merecían el destino
que tuvieron.
Le debo a La Fede,
el mamotreto de Isidoro Gilbert que recorrí anhelante para reconocerme en una
tradición compleja y poderosa, para encontrar viejos conocidos que me fueran
diciendo quién era y quién soy yo, haber sistematizado históricamente ese lugar
de pertenencia que aún me emociona y me duele en el recuerdo. Y le debo aSecretos
en Rojo, con su historia de traiciones, agachadas y minusvalías teóricas y
personales varias, haber constatado que aquellas intuiciones y punzadas que me
llevaron a rechazar y a abandonar mi propia historia familiar y política,
habían tenido un trágico anclaje en la realidad.
Hijos del Comité Central, hijos
de militantes del barrio, compartimos ese viaje a la orfandad al cual hoy,
después de tanto, le estoy agradecida. El desencanto habilitó primero la
mirada sobre el dolor y después la reflexión sobre las condiciones de ese
dolor. Personalmente, de esa tradición de la que vengo, de esa historia que es
la historia de mis viejos y de parte de mi vida, rescato eso que estuvo en el
origen: la fidelidad a los condenados de este mundo, la pasión por las causas
que parecen perdidas y el amor por ciertos libros que hace rato nadie lee.
¿Cómo podría ser de otro modo? Un par de años después de que mi viejo
muriera me animé a volver a Chacarita, a dejarle unas flores. Y ahí paradita ví
que sin que yo ni nadie de la familia lo supiera, en su tumba manos anónimas
habían puesto una placa de madera pintada a mano que decía “a Miguelito, sus
compañeros del Partido”.
Liria Evangelista, escritora y docente, autora de "Una perra", "La Buena Educaciòn" y "Niña Soviética".