La nota que adjunto, traza un bello panorama de una vida ejemplar, lo suficiente para intentar acallar su grito.
El último hombre colectivo
César G. Calero
1. La memoria deshabitada
Las casas abandonadas suelen albergar historias extraordinarias. En el barrio porteño de Caballito se esconde una de esas casas. Entre sus muros están marcadas las huellas de una vida prodigiosa, una historia de amor y guerra, de poemas y balas, de libertad y cautiverio. La vida de Luis Alberto Quesada, el hombre colectivo, parece haber sido recreada por la pluma de un Malraux, de un Hemingway, de un Max Aub. Una figura digna de haber transitado por las páginas de La esperanza, Por quién doblan las campanas o El laberinto mágico. Pero Quesada no es un personaje ficticio. Comisario político en la Guerra Civil con 17 años, maquisard en la Francia ocupada, agitador cultural en la cárcel de Burgos, poeta infatigable en su exilio argentino… A sus 93 años, es uno de los últimos exponentes vivos de la lucha antifranquista.
La primera vez que oí hablar de Luis Alberto Quesada fue en mayo de 2008. Un grupo de jóvenes historiadores de Mar del Plata, con Jerónimo Boragina a la cabeza, presentaron en el Centro Cultural de la Cooperación de Buenos Aires un pormenorizado estudio sobre los seiscientos brigadistas argentinos que combatieron en la Guerra Civil española. Ya apenas quedaban dos o tres brigadistas vivos, entre ellos la legendaria líder comunista Fanny Edelman, fallecida en Buenos Aires en noviembre de 2011. Como un detective salvaje, Boragina busca historias anónimas utilizando la oralidad como herramienta de trabajo. En su libro Voluntarios de Argentina en la Guerra Civil Española, Boragina incluyó una mención a Quesada (nacido en Argentina de padres españoles) y conversó con él para que su testimonio quedara grabado en el documental Esos mismos hombres, que narra la historia de los brigadistas argentinos. Allí aparece el viejo militante comunista, con ochenta y tantos años a sus espaldas, una mata salvaje de pelo blanco cubriendo su cabellera, las cejas espesas, los ojos tristones, la voz firme, hablando de sus vivencias en la guerra y en el exilio: “Yo salí a los 16 años como voluntario, éramos jóvenes de la Juventud Socialista Unificada, jóvenes socialistas y comunistas, y ahí andábamos con los jerséis de diferentes colores, los socialistas unos y los comunistas otros, pero nos los cambiábamos para seguir siendo de la JSU. Yo fui el comisario político de brigada más joven cuando empezó lo del comisariado”.
Recordé esas palabras de Quesada cuando hace unos meses golpeaba la puerta del caserón del barrio de Caballito, la morada de Luis Alberto Quesada. Me quedé un rato pensando en que detrás de esos muros desleídos se escondían mil y una historias que merecían ser contadas. Sabía que Quesada había nacido en la localidad bonaerense de Lomas de Zamora un 22 de agosto de 1919, que sus padres habían regresado a España cuando él sólo tenía tres años y que al estallar la Guerra Civil se convirtió en el comisario político más joven del bando republicano. Sabía que había luchado en la Resistencia francesa, en la célebre Línea Maginot, y que había purgado muchos años de cárcel durante la dictadura franquista. Y sabía también que había compaginado en su vida la acción y la escritura. Sus libros de cuentos La saca, Vida, memoria y sueñoso Mineros, y sus poemarios El hombre colectivo y Espigas al viento son clásicos descatalogados de la literatura política. Compañero de lucha y amigo de Marcos Ana y de Rafael Alberti, Quesada nunca diferenció la actividad política de su pasión por las letras.
Antes de darme por vencido, llamé una vez más a la puerta de la casona con la esperanza de que me abriera Quesada y me contara cómo se las apaña el hombre colectivo en esta época en que impera el individualismo más rancio. Pero cuando se entreabrió el ventanuco del portón principal, quien asomó la cabeza no fue el viejo militante comunista sino una mujer de mediana edad. Me presenté rápidamente, trastabillando las palabras al preguntar por Quesada, pues no estaba seguro de si todavía vivía. Le dije que estaba interesado en escribir un perfil sobre el viejo luchador antifranquista y que sólo disponía de esa dirección, que me había proporcionado Boragina. La mujer sonrió ante mi abrupta exposición y se presentó:
—Yo soy su hija, Sonia Quesada.
La casa abandonada no me defraudó. Allí había vivido Luis Alberto durante muchos años, allí había escrito la mayoría de sus poemas, artículos, cuentos, cartas… Allí se había reunido con los intelectuales y artistas de su círculo. Allí estaban sus cuadros, sus archivos atestados de papeles y casetes, sus muebles… Y todo desordenado, como si el poeta se hubiera tenido que marchar repentinamente unos minutos antes, como aquella vez que tuvo que huir a toda prisa de Burdeos al sentir el aliento de la Gestapo en la nuca.
Sonia tenía prisa esa mañana, había pasado fugazmente por la casa sólo para recoger el correo. Antes de despedirnos, me contó que su padre estaba vivo pero había contraído la enfermedad de Alzheimer y ahora vivía en una residencia. La madre de Sonia, Asunción Allué, la compañera de Quesada de toda la vida, había muerto hacía unos años, acelerando tal vez la enfermedad de su marido. Antes de despedirme de Sonia le rogué entre bromas que no se perdiera. Era mi única puerta para entrar en el universo de Luis Alberto Quesada. La búsqueda del hombre colectivo había comenzado.
2. Todas las trincheras de Luis Alberto Quesada
Madrid, julio de 1936. En el barrio de Cuatro Caminos hay un joven, casi niño, que no le tiene miedo a las balas. Junto a otros entusiastas defensores de la República, Luis Alberto Quesada, madrileño de adopción aunque argentino de nacimiento, se lanza a la calle. Apenas tiene 16 años. Corre hasta la sede de un sindicato del barrio donde ya se están reuniendo los primeros hombres, muchos de ellos barbilampiños, como Luis Alberto, para conseguir armas y luchar por la defensa de Madrid. El Batallón Chapaiev (bautizado así en honor a un revolucionario ruso muerto en 1919), que cobraría notoriedad en el transcurso de la guerra, acaba de nacer. “¿Qué haces tú con ese arma?”, se mofan algunos del joven estudiante de Agronomía. Minutos después, el padre de Quesada aparece en el sindicato acompañado de un guardián y se lleva a su hijo. “Es un menor de edad y no puede estar aquí”, sentencia el padre. Luis Alberto obedece, su primera batalla tendrá que esperar, pero no por mucho tiempo. A los pocos días se escapa de la protección paterna y se esconde en casa de unos amigos. Afiliado a la Juventud Socialista Unificada (JSU), la filial juvenil del PSOE y embrión del Partido Comunista de España (PCE), Quesada no se lo piensa dos veces y se integra en una columna de jóvenes que marchan al frente entre cánticos revolucionarios. Pero el segundo intento de Luis Alberto por ir a la guerra también acaba en fiasco. El grupo de jóvenes militantes cae bajo las órdenes de un sargento del ejército que de improviso se pasa al enemigo. “Dejen ahí las armas, muchachos, no hacen falta”, les ordena el militar en el mismo pedregal donde se suponía que tendrían que atrincherarse para responder a las embestidas de los golpistas. Obedecida la orden, el sargento se agranda y se confiesa: “¡Viva, Franco!”, grita ante el estupor de su inexperta milicia. En una de esas escenas tragicómicas que ofrecen las guerras, los jóvenes comunistas se retiran del frente gateando hacia atrás mientras los soldados de Franco avanzan a unos metros del lugar del esperpento. “No os retiréis, cobardes”, les recriminan las mujeres. Pero había que salvar la vida. Ya vendrían más batallas. Ya vendría la hora del maldito heroísmo.
Una de las primeras experiencias militares de Quesada fue su fugaz paso por el Batallón Comuneros de Castilla, conformado por milicianos libertarios que, como todas las unidades anarquistas, se oponían a la militarización de sus batallones. “Nosotros somos voluntarios y nos vamos del combate cuando queremos”, le advierten los milicianos cuando se presenta el joven comunista. Su credencial de la JSU no le ayuda. El desencuentro entre anarquistas y comunistas era constante. Los primeros querían hacer la revolución y la guerra al mismo tiempo; los comunistas anteponían la victoria militar a cualquier cambio en las condiciones sociales de los trabajadores. El don de gentes del que ya hacía gala el adolescente Quesada le sirve para salir airoso ante los bregados guerrilleros anarquistas: “¡Pero cómo os vais a ir cuando queráis, de pronto, en un combate!”, les reprende. Y a continuación les echa una breve perorata sobre la necesidad de organizarse por el bien de la lucha antifascista. Un viejo anarquista del batallón se apiada del joven emisario del gobierno y le da la razón para apaciguar los ánimos. Quesada no lo duda y propone al veterano miliciano como nuevo comisario del batallón. Y acto seguido decide mudarse de frente.
Frente Sur del Tajo, verano de 1937. “A la hora de mi llegada, el pueblecillo goza de un crepúsculo suave y morado (…) El comisario accidental de la División –me dicen- se encuentra lejos de aquí, en una reunión, pero a la noche lo tendremos de nuevo en su puesto”. José Luis Gallego, corresponsal de guerra del diario madrileño Ahora –órgano de difusión de las JSU- encuentra a ese comisario accidental por la noche. Luis Alberto Quesada es entonces el comisario de batallón más joven de las tropas republicanas. Tiene 17 años. Antes ya ha sido sargento y capitán. Gallego y Quesada se conocieron esa noche y sus vidas se cruzarían varias veces más, en la clandestinidad, en el exilio, en la cárcel… Unas vidas marcadas por la guerra y la poesía, por la reclusión forzosa y el ansia de libertad.
Pero quedémonos en el frente Sur del Tajo. El lado irreverente del joven Quesada entra en acción. Enterados del severo bando que los mandos republicanos habían promulgado en Navahermosa, Luis Alberto y otros jóvenes militantes de la JSU deciden subvertir el orden establecido. La ocurrencia es tan insolente como simple. Bastaba con darle la vuelta al bando castrense. Nada más. Tristan Tzara y Hugo Ball habrían estado orgullosos de ellos. ¿Cabría mejor performance para el Cabaret Voltaire? Si el artículo primero dice: “Está prohibida toda reunión de más de tres personas sin permiso de la comandancia militar”, el bando “dadaísta” señala: “Todas las personas que quieran reunirse, sean tres o más, no necesitan permiso de la comandancia militar”. Donde el mando republicano decreta: “Los caballos y enseres de los campesinos están a merced de las órdenes que puedan recibir en el momento en que sea necesario”, los jóvenes transgresores de la JSU sugieren: “Los caballos y enseres de los campesinos no pueden ser utilizados más que con el permiso de sus dueños, y no lo puede exigir la comandancia”. ¿Qué hacer con estos osados niñatos? ¿Mandarlos de vuelta a casa? ¿Llevarlos a un consejo de guerra? Nada de eso. Contra todo pronóstico, el teniente coronel Ropero, militar de profesión al frente de la compañía, da el visto bueno al bando informal del grupo de Quesada. La relación con los campesinos de la zona mejora enseguida. Los soldados, además, forman una fuerza de segadores para que no se pierda la cosecha. Quesada ha ganado una nueva batalla personal, aunque la guerra colectiva, la que de verdad le interesa, la están perdiendo los suyos.
Y cómo no la iban a estar perdiendo si el gobierno republicano se batía en retirada a las primeras de cambio. La defensa de Madrid pasará a la historia como una hazaña de todo un pueblo, ese ser colectivo al que más tarde cantará Quesada en sus poemas. En noviembre de 1936 la capital es un caos absoluto. El Ministerio de la Guerra al que llega el joven comisario es un edificio fantasmal. Despachos vacíos, papeles timbrados por el suelo, cajones abiertos. Y nadie a cargo. Bajo el impulso organizativo de Margarita Nelken y el coronel Meretskov, se crea de la nada la unidad que contribuirá decisivamente a salvar la ciudad: el batallón antitanques. Pero lo único que tienen son viejas ametralladoras de la guerra del 14. A Quesada lo protege el destino. La brigada que le asignan está compuesta por mineros de Río Tinto. “Si hay dinamita, seremos el batallón antitanques”, le sugieren. Dicho y hecho. Meretskov les enviará toda la dinamita que requieran. Y los mineros harán el resto. El sector de la plaza de la Moncloa se llena de zanjas regadas de cartuchos. Y el batallón logra repeler los tanques enemigos, como relatará más tarde Quesada en su libro Vida, memoria y sueños.
Batalla del Segre. Abril de 1938-enero de 1939. Quesada continúa librando su guerra particular. Al joven Luis Alberto no le agrada que haya tantos jefes tomando decisiones, equivocadas en la mayoría de los casos. Sigue en búsqueda del hombre colectivo capaz de sobreponerse al ángel de la historia. No sólo organiza las trincheras, también se encarga de iluminar el espíritu de los combatientes con relatos que se perderán al final de la guerra. Y ya entonces repara en la relevancia de ese sujeto colectivo capaz de cambiar el curso de la contienda. Los mineros de Río Tinto o la fantasmal brigada antitanques que detiene al enemigo a las puertas de Madrid encarnan a la perfección ese ideal. Como lo simbolizan también los pastores del río Segre. Las tropas franquistas han decidido romper a la República en dos partes antes de lanzar la conquista de todo el territorio español. El Estado Mayor republicano encarga a la Brigada 68, a la que pertenece Quesada, la peligrosa misión de cruzar el río y quebrar el frente franquista. La primera incursión había sido un desastre, y el joven comisario y su tropa deciden que entre en acción ese sujeto colectivo, anónimo, invisible, que está al margen de las decisiones de los que mandan. Todos los vados señalados en los mapas están militarizados y el riesgo de cruzar el río por esos corredores es altísimo. Pero los pastores conocen los vados no militarizados –sus vados-, aquellos que cruzan a cada rato con sus rebaños. Quesada sigue sus indicaciones a pies juntillas. Y la brigada cruza el río entre Aitona y Serós.
“¿Dónde están los soviéticos?”, se pregunta el jefe del batallón franquista cuando su tropa al completo cae en manos de los hombres de Quesada, un puñado de imberbes que, con más artimañas que poder de fuego, se las apañan para seguir deteniendo enemigos. Desprendiéndose de sus emblemas republicanos, los soldados de la Brigada 68 reducen a varios oficiales franquistas, los mandan presos a la retaguardia y siguen avanzando. ¿Hasta dónde pueden llegar?, se preguntan ellos mismos. Y deciden enviar un mensajero para informar a sus superiores de que el camino está despejado si se sabe por dónde cruzar el río. Pero el Estado Mayor republicano hace gala nuevamente de su nula capacidad táctica y ordena a los audaces soldados de Quesada que se replieguen. No hay refuerzos y ahí queda esa milicia de intrépidos en tierra de nadie, entre Aitona y Serós, tomando posiciones por la noche que luego perderán al amanecer. Hasta que se aburren de guerrear sin ton ni son y regresan a territorio republicano.
Francia, invierno de 1939. La nieve dificulta el avance de las columnas de desheredados que abandonan España rumbo a un destino incierto, a los campos de refugiados, primero, y al exilio definitivo, la cárcel o la muerte, después. Quesada tiene 19 años. Termina la guerra como comisario de la 30ª División que comanda el teniente coronel Castillo. El pueblo de Le Tech lo ve pasar junto a sus hombres. La derrota tiene el color blanco de la copiosa nevada que cae en la frontera. El joven Luis Alberto nunca olvidará esa nieve que decora una retirada sangrienta, con los aviones del ejército franquista ametrallando las desordenadas columnas de refugiados. Junto a un grupo de compañeros, organiza la JSU en el campo de refugiados de Barcarés. Redactan boletines y comunicados sobre la situación a ambos lados de la frontera. El objetivo: levantar la moral de la gente. A Quesada no le falta ánimo para seguir escribiendo, como hizo durante la guerra. No abandona la ironía, la sátira, el humor en la desesperación. La ruta francesa de Quesada acaba de comenzar. De campo en campo. De lucha en lucha. De Barcarés a Saint Cyprien y de allí a Gurs. En este último campo de internamiento Quesada se convierte, por su condición de argentino, en un brigadista internacional a los ojos de las autoridades galas. Comparte barracón con suramericanos y árabes. El gobierno francés les tiene preparada una desagradable sorpresa: enrolarlos en la Legión Extranjera para combatir a Alemania. La Segunda Guerra Mundial acaba de estallar. La segunda guerra de Luis Alberto Quesada.
El destino lo sitúa ahora en la Línea Maginot, como fuerza de choque contra las primeras embestidas de las bien pertrechadas tropas del Tercer Reich. A pesar de su juventud, pero gracias a su ya dilatada experiencia militar, Quesada es elegido jefe por el grupo de latinoamericanos desplazados al frente. Pero Luis Alberto sigue confiando más en las decisiones colectivas que en las individuales y, como ya hiciera con el bando castrense de Navahermosa, propone su propia fórmula: una dirección colegiada de la que forman parte junto a él Carlos Guano Moretti y Alfonso Cámara. En una carta, Quesada relata su experiencia: “Nos llevaron al mejor lugar. Era la frontera belga, en la parte de la prolongación de la Línea Maginot. Se trataba de hacer un camino nuevo que cruzara Les Bois de Moin, lugar donde los alemanes en la guerra del 14 habían tirado hiperita. En ese lugar no se quería exponer nadie del ejército francés. Llegamos a la conclusión, en broma, de que la hiperita era de izquierdas, ya que nadie, pese a levantar las piedras del piso –decían que debajo de ellas había gas-, tuvo ninguna molestia. En el bosque, los árboles se caían al tocarlos y el panorama era de terror para los que no tuvieran nuestro espíritu. Yo escribí un cuento sobre el tema que rompió después la policía española”.
La decadencia de la sociedad francesa y el desánimo de ejército galo ante la invasión alemana fueron descritas con acierto por el periodista Manuel Chaves Nogales en su brillante crónica-ensayo La agonía de Francia. Quesada es testigo de esa desidia de los militares franceses. Baste un ejemplo: ante la inminencia de la invasión alemana, un gendarme pone sobre aviso a Quesada y al resto de efectivos latinoamericanos; el capitán del regimiento ha decidido entregarlos al enemigo. En un despiste de los oficiales franceses, Quesada y Cámara toman prestadas las bicicletas del capitán y de un sargento. A todo gas, monte abajo, se aferra Luis Alberto a la libertad. Las balas de los gendarmes silban a centímetros. Pero el ciclista pedalea a velocidad de vértigo, la cabeza gacha, el corazón en un puño. Y así, pedalada a pedalada, llega Quesada hasta lo que parece su perdición. Un soldado le da el alto. Luis Alberto frena y se resigna a rendirse. La aventura ha terminado. O no. El soldado avisa al joven militar extranjero que circule bajo las normas establecidas. “Lleva el farol encendido y no se puede llevar así de día”, le amonesta. “Gracias, soldado”, le responde Quesada. Y apaga su farol mientras le alcanza Cámara, el otro Anquetil improvisado. A golpe de pedal y viajando por caminos secundarios, Quesada y Cámara alcanzan Burdeos. Allí, en esa ciudad sitiada, el joven Luis Alberto conocerá a la que sería su compañera de por vida, Asunción Allué, una jovencísima refugiada española. Sin días de vino y rosas, ganándose la vida descargando barcos, trabajando como peón en el mercado central, Quesada sigue en guerra. El enemigo es el mismo que ayer aunque hable un idioma distinto. La Resistencia lo necesita. Sin papeles legales y en busca y captura por la Gestapo, no abandona sin embargo la lucha. Junto a su grupo de acción, organiza sabotajes contra intereses alemanes, como la quema de depósitos o el descarrilamiento de trenes. La Gestapo le pisa los talones y Quesada ve entonces el momento adecuado para volver a España y hacerse cargo de la secretaría de la JSU en la clandestinidad. Apenas le da tiempo a ver el nacimiento de su primer hijo, Luis Alberto, y de despedirse de Asunción. Ligero, muy ligero de equipaje, cruza la frontera por Fuenterrabía gracias a la ayuda de los enlaces que los comunistas tienen entre los trabajadores de la zona, pero una traición lo dejará en manos de la policía política de Franco. Su guerra ha terminado.
¿Habrá paz, piedad y perdón para los derrotados?
3. Un poeta entre rejas
Burgos, 1945. Ni paz ni piedad ni perdón. ¿Será necesario entonces hacer algo más?, se pregunta Luis Alberto Quesada en su celda de la cárcel de Burgos. En sus noches de insomnio recuerda su caída en la Puerta del Sol de Madrid, tres años antes. La traición de un compañero de la Resistencia, Laureano González Suárez, alias Trilita, lo ha dejado en manos de la policía de Franco. Quince días y quince noches está el reo recibiendo mamporros de los guardias en los calabozos. Quince días y quince noches en la tenebrosa Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol. Trilita todavía tiene estómago para ir a Burdeos y convencer a Asunción de que viaje a España bajo el ardid de que su esposo ha conseguido trabajo y les espera a ella y al bebé en Madrid. Días después, Quesada oirá el llanto inconsolable de un niño. Más tarde descubriría que ese niño era su hijo Luisito.
Pero las noches de insomnio no son sólo para atormentarse con aquellos días aciagos en los que el reo tendría que vivir con el peso de una condena a muerte que más tarde sería conmutada por la de treinta años de reclusión. También pueden servir para crear y Quesada es un creador nato. Es en la cárcel donde Luis Alberto compone algunos de los cuentos y poemas que publicará ya en libertad. Para desarrollar su talento sólo necesita rodearse de un grupo de presos con sus mismas inquietudes políticas y literarias. Y entre esos compañeros estará quien a la postre sería el preso político del franquismo con más años de reclusión a sus espaldas: el poeta Marcos Ana (seudónimo de Fernando Macarro Castillo), a quien las autoridades penitenciarias habían confinado en una celda de aislamiento nada más llegar a la prisión. Su amistad con Luis Alberto queda sellada después de que el argentino desplegara su inventiva para que Marcos Ana abandonara su confinamiento en solitario. Después de varias intentonas fallidas de algunos compañeros, a Quesada se le ocurre que la mejor manera de que Marcos Ana abandone la celda de aislamiento es simular una enfermedad. Y se las compone para que se someta a unos análisis por un supuesto dolor en el pecho. Los compañeros de Quesada dan el cambiazo y sustituyen esas pruebas por las de unos esputos de un reo que padece tuberculosis. Marcos Ana pasa así a la enfermería, donde entablará relación con otros dos presos con inquietudes literarias: Manuel de la Escalera (un intelectual renacentista) y el poeta José Luis Gallego, el corresponsal del diario Ahora que entrevistó al joven Quesada en el Frente Sur del Tajo. Ellos serían, junto a Quesada, los promotores del Grupo Aldaba (que toma el nombre de un cuento de Quesada), una tertulia literaria entre rejas, otra forma de rebelión. El penal de Burgos será conocido desde entonces, irónicamente, como la Universidad. El grupo edita clandestinamente una revista, La Aldaba, que logra sacar de la prisión gracias a las añagazas habituales de los presos. Desde entonces, la amistad entre Luis Alberto Quesada y Marcos Ana no se desvanecería nunca.
* * *
El Retiro madrileño debe parecerle la Polinesia de Gauguin a quien ha estado media vida habitando en un tabuco de dos por dos rodeado de cemento, ladrillos y rejas. A Marcos Ana le sienta bien toda esa luz a su alrededor. Como la que se filtra por los ventanales de su piso madrileño, a dos pasos del gran pulmón verde de la ciudad. Tiene más de noventa años, una lucidez envidiable y una sonrisa que no se le borra ni siquiera cuando echa la vista atrás y habla de los años en cautividad. “Será un placer poder hablar contigo sobre Luis Alberto”, me había contestado en un mail a mi solicitud de entrevistarlo en Madrid para charlar sobre su relación con Quesada.
A pesar de todos los años transcurridos, la memoria de Marcos Ana sigue intacta: “Luis Alberto y yo nos conocimos en la prisión de Burgos, a mitad de los años cuarenta; coincidí muchos años con él, desde 1945 hasta que salió de prisión en 1959. Estuvimos muy unidos porque teníamos ideas comunes y la misma intrepidez de la juventud (…) Luis Alberto era un chico muy amable, muy ingenioso y muy querido por la gente; él formó parte de la tertulia que yo fundé: La Aldaba. Participaba en todas nuestras actividades y siempre de una manera muy inteligente; tenía una gran capacidad para encantar a los demás, se los ganaba, siempre se reía en las conversaciones, con chistes y anécdotas… Fuimos muy amigos, formamos parte de las mismas iniciativas; tenía una gran imaginación y era muy simpático. Quesada siempre tenía buenas ideas, como cuando se las ingenió para sacarme del aislamiento. Fue un gran combatiente: comisario político en la guerra de España y maquisard con la Resistencia en Francia”.
Si hay un suceso que a Marcos Ana no se le va de la cabeza es el homenaje que los miembros de La Aldaba le dedicaron al poeta Miguel Hernández. “Nunca se había hecho nada así en una cárcel, con tanta pasión y con tanto riesgo”, relata Marcos Ana en su desordenado piso madrileño. “Y Luis Alberto tuvo una importante participación en ese homenaje”.
Su mesa de trabajo está repleta de libros, papeles, apuntes manuscritos… Y presidiendo todo, una gran pantalla de ordenador en la que trabaja casi todos los días. “Recibo más de cincuenta mensajes de correo al día, invitaciones, preguntas, solicitudes de entrevistas…”. Marcos Ana es una excepción entre los seres anónimos que abarrotaron las cárceles franquistas. Es un personaje célebre. Gracias en parte al apoyo decidido de Rafael Alberti y María Teresa León, desde que en 1963 salió de la cárcel se convirtió en un emblema de la resistencia antifranquista. Pero lo que ha encumbrado a Marcos Ana es la publicación de sus memorias, Decidme cómo es un hombre (Umbriel, 2007), que va ya por la séptima edición. El interés de Pedro Almodóvar en el libro ha tenido mucho que ver en ese éxito de ventas. Entusiasmado con un pasaje de la vida de Marcos Ana, el cineasta manchego compró los derechos audiovisuales para llevar la historia al cine algún día.
“Almodóvar leyó una entrevista que me hicieron en el periódico en la que yo contaba que mi primer amor tras salir de prisión fue una prostituta; parece que le chocó la historia y a partir de ahí leyó el libro y compró los derechos para hacer la película; y sigue pensando en hacerlo”, cuenta Marcos Ana. Y a continuación vuelve a rebobinar la memoria para relatar, emocionado, el encuentro que tuvo con Quesada después de su despedida en la cárcel de Burgos en 1959. Ocurrió en el estadio Luna Park de Buenos Aires, donde Marcos Ana fue homenajeado por la izquierda argentina. Entre los presentes al acto estaba su antiguo compañero de prisión: “Lo vi entre el público y le dije que subiera al escenario, allí lo presenté a los miles de simpatizantes que abarrotaban el Luna Park, fue un encuentro muy emotivo”. Después se vieron algunas veces más durante las visitas que Marcos Ana realizaba a Buenos Aires.
4. El transterrado Quesada
Quesada montó su particular cuartel general en el exilio en la calle Hipólito Irigoyen, en el barrio porteño de Caballito. Su nacionalidad argentina le valió para que en 1959 la dictadura franquista le conmutara la pena de treinta años por la de extrañamiento perpetuo. Se fue a la guerra con dieciséis años y salió de la última trinchera a los cuarenta.
Gracias a las gestiones de su tío, el escritor y periodista Manuel Cerbán Rivas, y sobre todo al denodado empeño de su esposa Asunción en la embajada argentina de España, Luis Alberto (junto a otros dos luchadores antifranquistas de origen argentino) se embarca hacia el lugar que lo vio nacer. Pero todavía no es un hombre libre. Durante la travesía, los activistas están bajo arresto y supervisión del capitán, a quien Quesada también se acaba ganando con su inagotable don de gentes. El capitán Muñoz será, con el tiempo, un amigo más de la familia Quesada en Buenos Aires durante muchos años.
Nada más llegar a Buenos Aires, Quesada encuentra trabajo en una cooperativa de papel, Coopigra. Sus estudios de contabilidad en la cárcel le sirvieron para ganarse la vida en Argentina. La cooperativa será, además, una plataforma idónea para llevar a cabo su labor propagandística en reivindicación de los presos españoles. “Se levantaba muy temprano con su café y los periódicos y se iba a la cooperativa, al otro lado de la casa donde vivíamos –cuenta Sonia Quesada-. Cuando se iba todo el mundo, él se quedaba una o dos horas escribiendo. Entonces yo iba a buscarlo y le pedía permiso para entrar a verlo mientras él seguía a lo suyo, escribiendo y organizando sus eventos”. Recuerda Sonia que su casa era una especie de hemeroteca. Quesada guardaba toda la colección del diario La Opinión, que dirigía Jacobo Timmerman. Era un lector de periódicos compulsivo. Ojeaba todos los que caían en su mano, subrayaba todo lo que le llamaba la atención, archivaba recortes… No faltaban los ejemplares deMundo Obrero, el órgano de expresión del Partico Comunista de España (PCE), que le llegaban regularmente. Todo era política para Luis Alberto Quesada. Su activismo lo llevó a organizar múltiples eventos políticos y culturales para reclamar la liberación de los presos.
Junto a otros activistas, se encarga de sacar adelante la Organización para la Amnistía de los Presos Políticos de España y Portugal. Quesada promueve homenajes a presos, poetas y escritores de izquierda encarcelados en las cárceles franquistas o asesinados en los años de plomo. Participa en conferencias, mesas redondas, cine-debates, programas de radio y televisión. Se relaciona con artistas argentinos, a los que promociona en actos y exposiciones. El retratista Anatole Saderman, los actores Fernando Labat, María Luisa Robledo, Elena Tasisto, María Rosa Gallo, los pintores Luis Barragán, Alberto Bruzzone, Elsa Pérez Vicente, compositores de ópera como Pompeyo Camps, entre otros muchos… Todos quieren estar en la órbita del inquieto poeta, que publica por entonces El hombre colectivo y otros poemarios donde la política y sus experiencias en la guerra están siempre muy presentes.
“Mi padre incentivaba a los artistas plásticos que conocía para que colaboraran en la creación de afiches, ilustraciones de libros, catálogos para aniversarios especiales… Él actuaba como el motor que dinamizaba a los demás en todas sus iniciativas. Se encargaba de todo, desde armar los catálogos a color de las exposiciones hasta escribir las reseñas de los artistas”, rememora Sonia.
Luis Alberto comprendió de joven que el fomento de la cultura y la educación era vital para construir una sociedad más justa. Por eso estimulaba la lectura entre los trabajadores de la cooperativa y llegó a crear una gran biblioteca para que todo aquel que se acercara a visitarlo se llevara un libro.
Trabajador incansable, Quesada parece querer aprovechar al máximo el tiempo que le robaron durante sus años en prisión. No pasa un 14 de abril sin que saque a la luz un recordatorio del advenimiento de la Segunda República. Incluso en los años negros de la dictadura argentina, a finales de los setenta, Luis Alberto se permite el lujo de seguir organizando sus eventos culturales, en los que no pierde la ocasión para exponer sus principios. Esa labor de agitador social y cultural tendría su reconocimiento en 1999, cuando Quesada recibe la distinción de “ciudadano ilustre” de la ciudad de Buenos Aires.
La experiencia de la guerra le dejó a Quesada una certidumbre: son los personajes anónimos los principales actores de la Historia. Su decepción con los mandos superiores durante el conflicto bélico español y la resistencia francesa contra la Alemania nazi lo lleva a desconfiar de generales y líderes políticos. “Nosotros, mi generación –escribe Quesada en una carta- padecimos el sueño de la cultura, tal vez por no tenerla. El sueño de la libertad, porque recién lograda nos la arrebataron por la fuerza. Pero el sueño de la cultura y de la libertad era para sembrarlo en el campo y en la ciudad, y con el cuenco de nuestras manos, llegada la cosecha, repartirlo (…) Todavía en mí existe ese sueño. Mi planteamiento es que el futuro del hombre ha de ser poético. Y en este estadio concreto de la humanidad, para que el futuro sea poético, tiene necesariamente que ser colectivo. Cuando las mayorías sean poéticas el mundo colectivo habrá encontrado su camino”.
Cuando el Alzheimer hace su aparición en la vida de Quesada, allá por el año 2006, el viejo luchador antifranquista, al que le mueve un innato “optimismo de la voluntad”, no desiste en su empeño de proseguir con su labor política y cultural.
En los últimos años, la memoria de Quesada se ha ido resquebrajando pero no así su vitalismo: “Cada vez que voy a verlo a la residencia está de buen ánimo –relata Sonia-; aunque no se puede comunicar verbalmente, él sigue haciendo bromas y regalando sonrisas, siempre fue así, nunca perdió el buen humor”.
Puede que la memoria de Luis Alberto Quesada ande maltrecha, pero la huella del hombre colectivo es ya imborrable. Una trayectoria vital en la que hay un denominador común: el combate al derrotismo y la apuesta por una sociedad más justa, más poética. Dicho en sus propias palabras: “O creamos el hombre colectivo / o morirá el hombre verdadero / y morirá la vida / y morirá la ciencia”.