Para ejecutar lo que recomienda el Premio Nóbel de Economía Joseph Stiglitz, Barak Obama tendría que recortar el gasto militar (retirar a EEUU de Irán y Afganistán, como mínimo); eliminar los subsidios a la industria petrolera y estimular con créditos sin intereses la inversión industrial y el consumo de bienes durables, ya que el costo del dinero es muy bajo. Eso provocaría un avance de la producción y permitiría recuperar los empleos caídos. Entre otras cosas, con una pequeña porción de los 700.000 millones de dólares con que Washington "socorrió" a Wall Street se podrían rescatar dos millones de hipotecas que serán ejecutadas en los próximos doce meses, dice Stiglitz. Además esa medida le daría un fuerte impulso a la construcción.
El capitalismo está en manos de la banca y de las industrias militar y petrolera, en ese orden. Aunque no lo afirma explícitamente, Stiglitz propone cambiar el centro de gravedad de la economía norteamericana y mundial, que hoy ocupa la banca. Su paradigma es la industria como nuevo sector hegemónico del capitalismo, basado en la tecnología, con bancos al servicio de la producción, petroleras sin subsidios y un aparato bélico --que consume formidables recursos y sólo produce guerras-- limitado a los mínimos necesarios para la defensa. Estos ahorros serían compensados en parte con un aumento de la inversión pública en infraestructura, en investigación y desarrollo, en salud pública y en educación. Esta iniciativa reduciría paulatinamente el déficit sin enfriar la economía. Stiglitz llama a esto "redireccionar el gasto".
Si Obama llevara a la práctica las ideas del premio Nóbel, o la mitad de ellas, no sería de extrañar que terminara como JFK, quien fue sacrificado por oponerse a la escalada militar en Vietnam, negándole así a los contratistas del Pentágono la posibilidad de ganar toneladas de dólares. Por eso lo primero que hizo el sucesor, Lyndon B. Johnson, fue autorizarla. A partir de entonces la industria bélica obtuvo fortunas y Estados Unidos perdió la primera guerra de su historia.
Hoy el problema número uno del capitalismo --y la primera explicación de la crisis global-- es la hegemonía de las finanzas sobre la producción en una proporción de 20 dólares especulativos por cada dólar de PBI. Ese predominio abrumador es el producto de una combinación de causas y efectos, acaso previsibles, que se han ido amasando en el último medio siglo.
Primero Nixon abandonó el patrón oro, que por su propia naturaleza restringía las maniobras especulativas. Esto significa que hasta entonces el patrón de la economía era el oro, que siempre es caro y escaso, y no el dólar, que se puede fabricar a voluntad. El déficit de las cuentas públicas norteamericanas se volvió intratable desde el momento en que empezó a ser cubierto con emisión de billetes y bonos, es decir con papeles sin respaldo. Los numerosos conflictos de la posguerra (Corea, Vietnam, los Balcanes, Irak dos veces, Afganistán) hicieron que la mayor parte del déficit fuera una consecuencia directa o indirecta del gasto generado por el aparato militar-industrial.
Para imaginar el volumen del déficit estadounidense basta con sumar las emisiones que durante medio siglo se utilizaron para cubrirlo. Con buena parte de esa masa monetaria se puso en movimiento una fenomenal bicicleta especulativa, porque, junto con fuentes diversas (petrodólares, euros y otras monedas, dinero sucio) fueron los recursos que los consorcios financieros --testaferros de los bancos-- y los fondos buitre utilizaron para especular, incluso generando o aprovechando los desequilibrios financieros de varias economías, como se vio en la crisis del euro. En todos los casos se mezclaron el dinero relativamente limpio con el proveniente del tráfico de drogas, de la venta ilegal de armas, de la evasión impositiva mundial y de la fuga de divisas, que montan 5,5 billones de dólares/año. Este es el bolsillo negro del capitalismo, que los bancos primero lavan y después manejan en las mesas de dinero. A esta hipertrofia especulativa contribuyeron en gran medida Reagan y Clinton, quienes en el último cuarto del siglo 20 eliminaron las restricciones que mantenían en caja a Wall Street desde la Gran Depresión. En Europa hicieron otro tanto. En la práctica (aunque no en la ideología de Francis Fukuyama) el neoliberalismo es el pasaporte político para que las finanzas manejen la economía.
El FMI monta esa bicicleta y con ella recorre el mundo imponiendo sus programas contractivos, ahora en detrimento de Grecia, España, Portugal, Irlanda y los bálticos, que financiaron sus déficits con deuda externa porque no cuentan con la máquina de fabricar dólares, como Estados Unidos, ni con la fortaleza económica de Alemania y Francia. Previamente aquellos países habían sido atacados por fondos especulativos que aprovecharon a fondo, con la complicidad del poder político, sus debilidades internas (déficit público) y externas (deuda). El euro no les hizo ningún favor a las economías secundarias que ya añoran sus monedas nacionales, inmoladas en el altar de la integración. Inglaterra, que mantuvo la libra, es el único país de Europa que puede devaluar. Nadie puede enseñarle a Londres cómo se manejan estas cosas.
En la crisis del euro el único objetivo del FMI es que los deudores puedan pagar. Por eso recomienda una vez más el ajuste del gasto público, el recorte de los salarios y la humillación de las leyes laborales. La depresión de las economías menores de Europa no es su problema, como no lo fueron las crisis social, económica y política de la Argentina, México y Rusia, sacudidas hasta los cimientos cuando llegó el fin del ciclo liberal. Ahora más de media Europa deberá pasar por el mismo purgatorio.
En el futuro muchos países necesitarán nuevos préstamos, lo que prefigura nuevas deudas, aunque los acreedores seguirán siendo los mismos. Quien maneja las deudas de los países maneja el mundo, dicen en Wall Street. El buitre sigue en el aire. Comparado con la conducta de "los mercados", Shylock, el usurero, parece apenas un viejo cascarrabias.