"Donde Ardía la Marea", mural de Anibal Cedron en conmemoración de "El Cordobazo" |
Silvia Bleichmar, psicoanalista, "la Colorada" para sus compañeros de militancia universitaria, fallecida el 15 de agosto de 2007, a los 62 años, publicó este texto doloroso y optimista, imprescindible sin duda, poco tiempo antes en Caras y Caretas.
A pesar de la masacre que significó la dictadura,
parte de quienes la sufrieron pervive en la generación
siguiente, la de sus hijos, hijos de desaparecidos, de
exiliados, de asesinados, de presos políticos. Que,
con esa marca en su identidad, viven y sueñan en el
magma de la cotidianeidad.
Ahí están. Hacen periodismo, teatro, cine,
investigación en ciencias, enseñan en universidades y
escuelas, se instalan en el mundo convencidos de que
esperan que se parezca más a sus sueños algún día. Sus
padres sufrieron desapariciones y exilios, fueron
asesinados o lesionados gravemente, se dispersaron por
el mundo llevando unas espigas en los bolsos de viaje,
algunos alfajores en las valijas, ponchos negros,
rojos, blancos, fotos de familia y de amigos
entrañables.
Ellos mismos, víctimas de exilios exteriores o
interiores, cantaron canciones patrias de otras
tierras que no les significaban nada, fueron a
colegios en los cuales tuvieron que callar lo que les
producía el sufrimiento y en los cuales los trataron
como extranjeros, descubrieron precozmente la
exclusión y aprendieron que la solidaridad es un
ejercicio cotidiano sin el cual la supervivencia se
hace imposible. Muchos de ellos fueron despojados de
su identidad y arrojados al vacío de sentido de una
existencia construida contra las razones de su propio
nacimiento: engendrados para sostener con vida la
esperanza, como un acto extremo de afirmación y
persistencia, la expropiación los desnudó de las
envolturas simbólicas, de las frases y palabras, de
los nombres y destinos que sus padres soñaron para
ellos.
parte de quienes la sufrieron pervive en la generación
siguiente, la de sus hijos, hijos de desaparecidos, de
exiliados, de asesinados, de presos políticos. Que,
con esa marca en su identidad, viven y sueñan en el
magma de la cotidianeidad.
Ahí están. Hacen periodismo, teatro, cine,
investigación en ciencias, enseñan en universidades y
escuelas, se instalan en el mundo convencidos de que
esperan que se parezca más a sus sueños algún día. Sus
padres sufrieron desapariciones y exilios, fueron
asesinados o lesionados gravemente, se dispersaron por
el mundo llevando unas espigas en los bolsos de viaje,
algunos alfajores en las valijas, ponchos negros,
rojos, blancos, fotos de familia y de amigos
entrañables.
Ellos mismos, víctimas de exilios exteriores o
interiores, cantaron canciones patrias de otras
tierras que no les significaban nada, fueron a
colegios en los cuales tuvieron que callar lo que les
producía el sufrimiento y en los cuales los trataron
como extranjeros, descubrieron precozmente la
exclusión y aprendieron que la solidaridad es un
ejercicio cotidiano sin el cual la supervivencia se
hace imposible. Muchos de ellos fueron despojados de
su identidad y arrojados al vacío de sentido de una
existencia construida contra las razones de su propio
nacimiento: engendrados para sostener con vida la
esperanza, como un acto extremo de afirmación y
persistencia, la expropiación los desnudó de las
envolturas simbólicas, de las frases y palabras, de
los nombres y destinos que sus padres soñaron para
ellos.
Y sin embargo allí están: testimonio de la fuerza y de
las reservas morales de una generación que se negó a
su destitución y que los sostuvo no sólo a fuerza de
reminiscencias sino de proyectos. De una generación a
la cual injustamente se la acusó de deificar la
muerte, cuando estos hijos dan cuenta del profundo
anhelo de vida que la agitó.
Rescatados no sólo por el amor de la familia sino por
la convicción de gran parte de la sociedad que había
asistido a la infamia más brutal de la historia
argentina en el siglo XX, fueron sus abuelas quienes
lograron no sólo su recuperación sino generar en el
conjunto de la sociedad la convicción de que no se
trataba de un asunto privado, de un "derecho de
familia", sino de una garantía necesaria para poder
consolidar a las futuras generaciones sobre
asentamientos más justos y seguros.
Cuando cada uno de estos niños recupera una identidad
expropiada, se convierten en un paradigma de la
sociedad toda: sólo el retorno a nuestros padres
fundacionales, después de tanto apropiador que nos
despojó de raíces y proyectos de origen, puede reparar
nuestro exilio de más de un siglo de un país que no
nos permitió su apropiación.
Las derrotas no se pueden medir por las batallas
perdidas sino por la propuesta para las generaciones
siguientes. La derrota es mucho más que un
reconocimiento de los límites de la lucha, es la
renuncia definitiva a nuevas batallas, la despedida de
todo aquello por lo que se ha peleado. Conlleva,
incluso, la renegación de los objetivos sostenidos.
Los derrotados se arrepienten no sólo de sus propias
acciones sino incluso de aquello que los motivó a
realizarlas. En esto consiste la derrota, porque se
puede revisar el camino recorrido y los abismos a los
cuales uno se asomó sin por ello renunciar a seguir
caminando.
El golpe del 76 no derrotó a una generación: la
masacró, la expulsó de la Patria, la encarceló y
torturó, y brutalmente pretendió arrancarle no sólo
sus proyectos políticos sino sus sueños e ideales:
tornarla cínica, despojada de carácter, acomodaticia
con las circunstancias, reducida a lo posible. Se le
propuso a cada argentino llevar hasta el extremo el
individualismo de salvarse sólo, el terror de ser
dañado no por los represores sino por los amigos que
estaban en riesgo, ya que su propio destino podía
alcanzar como onda expansiva a quienes los rodeaban.
También se les ofreció a cambio de la moral un bono
para canjear justicia por chatarra comprada con el uno
a uno: un ser humano por una videocasetera, la
educación por el shopping, un torturado por un viaje a
Disney, la vista gorda por unas vacaciones en el
Caribe,... Esta fue la herencia moral que pretendieron
dejar los dictadores de los setenta.
Y sin embargo, en estos chicos que siguen negándose a
concebir al otro como un enemigo, que escriben y hacen
música, estudian y enseñan, se juntan en los recitales
de rock y cantan a voz en cuello, crispados o irónicos
"La argentinidad al palo" para levantarse al día
siguiente y trabajar, cambiar los pañales de sus
hijos, buscar la supervivencia cotidiana, rastrear en
la historia para entender, una vez más, quiénes son,
de dónde vienen, por qué nos pasó lo que nos pasó,
cómo levantarnos de nuestros propios abismos... En
estos chicos la derrota se arrincona, expulsada cada
vez más a los límites extraterritoriales de los
fantasmas colectivos y no de las acciones diurnas que
la desmienten.
Por eso los hijos del setenta nos conmueven: son como
una parte de nosotros mismos que nacieron, ya,
atravesados por una experiencia que los hace desplegar
lo posible sin renunciar a lo anhelado. Maduros desde
chiquitos, obligados a ser responsables desde siempre,
atravesados por la Historia, tratando de apropiarse de
ella, van a la búsqueda de los sueños de las
generaciones anteriores. Y como Sebastián, el "Nieto
82" recuperado, cuando abraza a sus abuelos y los
consuela de tanto tiempo perdido, saben que para ellos
el tiempo por delante se tiñe de sabores y olores
anhelados, aún sin imágenes ni nombre.