martes, 25 de febrero de 2014

Los Hijos del setenta

"Donde Ardía la Marea", mural de Anibal Cedron en conmemoración de "El Cordobazo"

Silvia Bleichmar, psicoanalista,  "la Colorada" para sus compañeros de militancia universitaria, fallecida el 15 de agosto de 2007, a los 62 años, publicó este texto doloroso y optimista, imprescindible sin duda, poco tiempo antes en Caras y Caretas.

  A pesar de la masacre que significó la dictadura,
 parte de quienes la sufrieron pervive en la generación
 siguiente, la de sus hijos, hijos de desaparecidos, de
 exiliados, de asesinados, de presos políticos. Que,
 con esa marca en su identidad, viven y sueñan en el
 magma de la cotidianeidad.
 Ahí están. Hacen periodismo, teatro, cine,
 investigación en ciencias, enseñan en universidades y
 escuelas, se instalan en el mundo convencidos de que
 esperan que se parezca más a sus sueños algún día. Sus
 padres sufrieron desapariciones y exilios, fueron
 asesinados o lesionados gravemente, se dispersaron por
 el mundo llevando unas espigas en los bolsos de viaje,
 algunos alfajores en las valijas, ponchos negros,
 rojos, blancos, fotos de familia y de amigos
 entrañables.
 
 Ellos mismos, víctimas de exilios exteriores o
 interiores, cantaron canciones patrias de otras
 tierras que no les significaban nada, fueron a
 colegios en los cuales tuvieron que callar lo que les
 producía el sufrimiento y en los cuales los trataron
 como extranjeros, descubrieron precozmente la
 exclusión y aprendieron que la solidaridad es un
 ejercicio cotidiano sin el cual la supervivencia se
 hace imposible. Muchos de ellos fueron despojados de
 su identidad y arrojados al vacío de sentido de una
 existencia construida contra las razones de su propio
 nacimiento: engendrados para sostener con vida la
 esperanza, como un acto extremo de afirmación y
 persistencia, la expropiación los desnudó de las
 envolturas simbólicas, de las frases y palabras, de
 los nombres y destinos que sus padres soñaron para
 ellos.

 Y sin embargo allí están: testimonio de la fuerza y de
 las reservas morales de una generación que se negó a
 su destitución y que los sostuvo no sólo a fuerza de
 reminiscencias sino de proyectos. De una generación a
 la cual injustamente se la acusó de deificar la
 muerte, cuando estos hijos dan cuenta del profundo
 anhelo de vida que la agitó.
 
 Rescatados no sólo por el amor de la familia sino por
 la convicción de gran parte de la sociedad que había
 asistido a la infamia más brutal de la historia
 argentina en el siglo XX, fueron sus abuelas quienes
 lograron no sólo su recuperación sino generar en el
 conjunto de la sociedad la convicción de que no se
 trataba de un asunto privado, de un "derecho de
 familia", sino de una garantía necesaria para poder
 consolidar a las futuras generaciones sobre
 asentamientos más justos y seguros.
 
 Cuando cada uno de estos niños recupera una identidad
 expropiada, se convierten en un paradigma de la
 sociedad toda: sólo el retorno a nuestros padres
 fundacionales, después de tanto apropiador que nos
 despojó de raíces y proyectos de origen, puede reparar
 nuestro exilio de más de un siglo de un país que no
 nos permitió su apropiación.
 
 Las derrotas no se pueden medir por las batallas
 perdidas sino por la propuesta para las generaciones
 siguientes. La derrota es mucho más que un
 reconocimiento de los límites de la lucha, es la
 renuncia definitiva a nuevas batallas, la despedida de
 todo aquello por lo que se ha peleado. Conlleva,
 incluso, la renegación de los objetivos sostenidos.
 Los derrotados se arrepienten no sólo de sus propias
 acciones sino incluso de aquello que los motivó a
 realizarlas. En esto consiste la derrota, porque se
 puede revisar el camino recorrido y los abismos a los
 cuales uno se asomó sin por ello renunciar a seguir
 caminando.
 
 El golpe del 76 no derrotó a una generación: la
 masacró, la expulsó de la Patria, la encarceló y
 torturó, y brutalmente pretendió arrancarle no sólo
 sus proyectos políticos sino sus sueños e ideales:
 tornarla cínica, despojada de carácter, acomodaticia
 con las circunstancias, reducida a lo posible. Se le
 propuso a cada argentino llevar hasta el extremo el
 individualismo de salvarse sólo, el terror de ser
 dañado no por los represores sino por los amigos que
 estaban en riesgo, ya que su propio destino podía
 alcanzar como onda expansiva a quienes los rodeaban.
 También se les ofreció a cambio de la moral un bono
 para canjear justicia por chatarra comprada con el uno
 a uno: un ser humano por una videocasetera, la
 educación por el shopping, un torturado por un viaje a
 Disney, la vista gorda por unas vacaciones en el
 Caribe,... Esta fue la herencia moral que pretendieron
 dejar los dictadores de los setenta.
 
 Y sin embargo, en estos chicos que siguen negándose a
 concebir al otro como un enemigo, que escriben y hacen
 música, estudian y enseñan, se juntan en los recitales
 de rock y cantan a voz en cuello, crispados o irónicos
 "La argentinidad al palo" para levantarse al día
 siguiente y trabajar, cambiar los pañales de sus
 hijos, buscar la supervivencia cotidiana, rastrear en
 la historia para entender, una vez más, quiénes son,
 de dónde vienen, por qué nos pasó lo que nos pasó,
 cómo levantarnos de nuestros propios abismos... En
 estos chicos la derrota se arrincona, expulsada cada
 vez más a los límites extraterritoriales de los
 fantasmas colectivos y no de las acciones diurnas que
 la desmienten.
 
 Por eso los hijos del setenta nos conmueven: son como
 una parte de nosotros mismos que nacieron, ya,
 atravesados por una experiencia que los hace desplegar
 lo posible sin renunciar a lo anhelado. Maduros desde
 chiquitos, obligados a ser responsables desde siempre,
 atravesados por la Historia, tratando de apropiarse de
 ella, van a la búsqueda de los sueños de las
 generaciones anteriores. Y como Sebastián, el "Nieto
 82" recuperado, cuando abraza a sus abuelos y los
 consuela de tanto tiempo perdido, saben que para ellos
 el tiempo por delante se tiñe de sabores y olores
 anhelados, aún sin imágenes ni nombre.

 

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