miércoles, 22 de agosto de 2012

Los problemas de la democracia (I)

Una nota de Guillermo Rodríguez Rivera

El nombre del régimen seguramente se remonta a la Atenas del siglo VI a. d. C., cuando el aristocrático gobierno de los eupátridas fue reemplazado por el de los ciudadanos de Atenas. Clístenes, de origen aristocrático, se enfrenta al tirano Pisístrato, a quien apoyaban los nobles y eso le hace buscar apoyo en los ciudadanos comunes, en lo que se llamaba el demos. Aparece entonces el gobierno del pueblo, del demos: la democracia.

Tanto Clístenes como su gran sucesor, Pericles, que gobernó casi todo el siglo siguiente, que se conoce en su honor como siglo de Pericles, buscaron la mayor participación posible de los ciudadanos. Una y otra vez, Pericles fue reelegido como estratega, que era el ateniense que guiaba los destinos de la ciudad-estado.

La democracia ateniense fue una democracia esclavista que, además, discriminó a las mujeres. Atenas aumentó su poder a partir de la opresión a otras ciudades.

Los Estados Unidos reclaman ser los fundadores de la primera democracia moderna pero, en verdad, su democracia se ha parecido mucho a la antigua democracia esclavista e imperial.

La Declaración de Independencias de las trece colonias proclamó que “all men are created equal”, pero debió especificar “all white men are created equal”, porque esa democracia mantuvo la esclavitud de los negros por casi un siglo y hubo que librar, para abolirla, una asoladora guerra que devastó la nación.

Como los antiguos atenienses que tuvieron entre ellos a grandes escritores como Esquilo, Sófocles, Heródoto, Eurípides, Aristófanes, los norteamericanos vieron florecer el genio de Mark Twain, Walt Whitman, Theodre Dreiser, Scott Fitzgerald, Eugene O’Neill, John Dos Passos, William Faulkner, Ernest Hemingway.

Como los atenienses, los Estados Unidos, se enriquecieron explotando a sus vecinos más débiles que, como en Grecia, se convirtieron en sus súbditos.

América Latina fue el gran campo de saqueo de los Estados Unidos. Los recursos naturales de nuestros países se convirtieron en propiedades estadounidenses y cuando aparecieron gobiernos que quisieron recuperar lo que le pertenecía a su tierra, fueron simplemente derrocados.

Los gobernantes norteamericanos promovieron en América Latina todas las dictaduras militares que saquearon y ensangrentaron a  nuestros pueblos: fueron férreas defensoras de los intereses norteamericanos, y arrasaron cualquier vestigio de democracia, que los Estados Unidos reclamaban para sí pero que eliminaron en una multitud de países.

En Latinoamérica fueron promovidos y/o sostenidos por los Estados Unidos, gobernantes como Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza y su descendencia, Juan Vicente Gómez. Jorge Ubico, Castelo Branco, Marcos Pérez Jiménez, Fulgencio Batista, François Duvalier, Augusto Pinochet, Rafael Videla, Alfredo Stroessner, Carlos Castillo Armas, Efraín Ríos Montt, que de pronto recuerde. 

El demócrata Franklin Delano Roosevelt tuvo la sinceridad de hacer claro que a los Estados Unidos – al menos con respecto a América Latina – no los movía la moral, sino sus intereses materiales. Cuando le preguntaron por qué apoyaba a Anastasio Somoza que era un hijo de puta, fue meridianamente claro: “Yes, he’s a son of a bitch” – dijo –, “but he’s ours”.

Lo que fue pasando en una sociedad como la norteamericana, donde el valor central es la riqueza, fue que ella fue, poco a poco, secuestrando la democracia.

Ya los candidatos electos no responden a quienes los eligen, sino a los grandes bancos, las grandes corporaciones que financian las multimillonarias campañas electorales que les permiten ser electos. Cada vez, las elecciones son más costosas en los Estados Unidos.

La existencia de la URSS y el campo socialista conformado tras la II Guerra Mundial, hizo a los grandes países capitalistas de occidente, generar una estrategia que quiso demostrar que el socialismo no era necesario, que en el capitalismo vivían mejor no solo los burgueses, sino los mismos trabajadores.

A partir de las teorías del economista inglés John Maynard Keynes y de la inteligente política de Roosevelt, se generó lo que luego ha sido llamado el “estado de bienestar”, que estableció altos impuestos a los ricos y garantizo a los que menos tenían, empleo y subsidio por desempleo, pensiones por vejez e incapacidad y atención médica en todos los órdenes.

La primera vitrina del “bienestar” fue Berlín occidental, en frontera directa con la RDA. Pero el “estado de bienestar” se fue extendiendo en toda Europa.

Desde los años ochenta la línea dura del capitalismo, que representaban entonces los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher optaron por – y promovieron – una linea económica antikeynesiana, generada por el economista norteamericno Milton Friedman, lo que se ha llamado después “neoliberalismo”, que cree en la suficiencia del mercado como entidad reguladora de la vida económica, por lo que la intervención del estado en la economía ha de minimizarse. Los impuestos han de cobrarse al ciudadano común y desgravarse las grandes fortunas.

Una vez desaparecida la Unión Soviética y el socialismo en Europa oriental, a lo cual acompañó un debilitamiento enorme de la izquierda radical y una movida  a la derecha de las socialdemocracias, la doctrina neoliberal ha promovido una sistemática liquidación del llamado “estado de bienestar”, que se considera el fruto de una intromisión del estado en la dinámica del mercado. Como ya no hay socialismo que enfrentar, se vuelve a los tiempos del capitalismo puro y duro, prerooseveltiano y prekeynesiano, en el que los ricos no pagan grandes impuestos y se grava mucho más el consumo popular. Se reducen los puestos de trabajo, lo que crea un ejército juvenil de desempleados. La normativa de eliminar el déficit fiscal – abultado porque las grandes fortunas no pagan impuestos – conduce a la liquidación de múltiples programas sociales y la reducción de beneficios como son la educación y la salud gratuitas.

La realidad ha ido demostrando los evidentes agujeros  de los postulados neoliberales. Se ha hablado de la gran crisis del año 2007. La imprudente conducta de los bancos hizo quebrar a muchos de ellos. El mercado no fue capaz de autorregularse y fue el intruso estado quien debió acudir a rescatar los bancos con miles de millones de dólares de los contribuyentes.  La depresión del empleo deprimió a su vez el consumo: la economía no salía de la crisis. 

En el último año los Indignados se han lanzado hacia el centro del poder: han ido a “ocupar Wall Street”, a acosar el aparato del capital que está detrás de los políticos que se eligen, pero que no responden a sus electores sino al gran capital. Inundan las calles de New York, de Atenas, de Madrid, de Londres, protestando contra el programa económico de sus gobernantes.

Porque la democracia está padeciendo como una mal formación, una especie de tara de la que no está siendo posible prescindir: los políticos que aspiran a ser electos tienen un programa que cumplir antes de que se sepa la votación en las urnas. Es el compromiso con el sistema, con los que los financian, pero como sus votantes quieren lo opuesto a lo que quieren los hombres del dinero, sólo queda la posibilidad de mentir.

Mariano Rajoy acaba de ser electo con un programa que sabía que no iba a cumplir; en realidad, iba a hacer lo opuesto a lo que prometió en la campaña electoral, pero necesitaba esos votos, que implicaban el imprescindible sostén democrático para su gobierno. Unos años antes, el presidente de la gran potencia había dado la clase magistral. Barack Obama prometió un cambio que no podía hacer, al menos sin serias consecuencias. No lo hizo.

Quizás porque fue la apertura de la estafa electoral, la primera de este ciclo, fue más sutil que su discípulo: Rajoy ha hecho lo contrario de lo que prometió, Obama únicamente ha dejado de hacer lo que prometió.

En un Perú donde los electores, después de los impopulares gobiernos de Alejandro Toledo y Alan García votaron por un cambio hacia la izquierda, Ollanta Humala ha desconocido públicamente el programa por el que lo eligieron presidente.

Hay otro grave problema que tiempos atrás no parecía existir en los países serios sino en las que se motejaban, con desdén, como “repúblicas bananeras”: el fraude electoral.

Cuando yo era niño o adolescente, el día de noviembre en que tenían lugar las elecciones en los Estados Unidos, uno podía, sobre las nueve de la noche de ese mismo día, sintonizar con toda confianza  The Voice of America y enterarse cual de los candidatos había sido electo. Eso, hasta las elecciones del año 2000, en las que contendían Al Gore y George W. Bush. 

Pasó un mes y no había resultados de las elecciones. El vicepresidente había obtenido más votos que su rival que, decían, había obtenido mas compromisarios que Gore. El estado de Florida había decidido las elecciones a favor del aspirante republicano pero había acusaciones de urnas robadas en West Palm Beach, de votantes demócratas negros que fueron impedidos de votar en varias ciudades del estado. Se impugnaron los resultados electorales en Florida, favorables por una minimez a George W. Bush en un estado en el que, además, el gobernador era su hermano Jeb. Semanas después, fue la Corte Suprema, por la mayoría de un voto de uno de los jueces republicanos, la que sancionó la elección de George W. Bush.

El entonces presidente en funciones de México, Miguel de la Madrid, ha confesado que en las elecciones de 1988, en las que se declaró presidente electo a Carlos Salinas de Gortari, el verdadero ganador había sido el candidato de la izquierda, Cuauthémoc Cárdenas. En el año 2006, el también candidato de la izquierda, Andrés Manuel López Obrador, impugnó los resultados que, a contrapelo de todos los sondeos, proclamaron presidente al candidato del derechista PAN, Felipe Calderón.

Cuando las dictaduras militares acababan de asolar América Latina y habían asesinado y desaparecido decenas de miles de jóvenes izquierdistas en Chile, en Argentina, en Uruguay, en Guatemala, en El Salvador, el buen gobierno de James Carter inauguró una era de respeto a los derechos humanos y de repudio a los golpes de estado militares. Parecía que, como ya no había izquierda, podía renacer la democracia.

Pero he aquí que el ave Fénix de la izquierda renació de sus cenizas y empezó a triunfar en las elecciones pluripartidistas que antes siempre ganaban los partidos burgueses. Sucesivamente, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay, elegían gobiernos con diversos matices en su inclinación a la izquierda, pero todos desmarcados de la tradicional subordinación latinoamericana a los Estados Unidos.

Se daban casos interesantísimos: el hondureño Manuel Zelaya, electo presidente bajo los emblemas del partido liberal, de pronto desarrollaba una política de corte popular e ingresaba en la Alternativa Bolivariana para los pueblos de América (ALBA), integrada por Cuba, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Nicaragua y varias islas del Caribe anglófono. Era el colmo: los jefes del ejército hondureño fueron a buscar una madrugada al presidente Zelaya a su casa, lo sacaron de ella en pijama y lo depositaron en otro país centroamericano, tras una breve escala en la base norteamericana de Palmerola. Fernado Lugo, un exobispo electo presidente en Paraguay, fue depuesto por un congreso integrado por militantes de los partidos tradicionales, los que sostuvieron la tiranía de Strossner.

Tanto el golpe militar hondureño como el legislativo paraguayo han tenido la aquiescencia de los Estados Unidos. Pero no han sido los únicos casos: previamente, se intentó el fallido golpe de estado contra Chávez, el intento secesionista en Bolivia y el golpe policial contra Correa.

Rafael Correa, en un gesto insólito unas décadas atrás, ha concedido asilo político en la embajada ecuatoriana en Londres al australiano Julian Assange, a quien la Gran Bretaña iba a extraditar a Suecia para ventilar una acusación de acoso sexual presentada por una ciudadana sueca que acababa de acostarse con él[1]. La mujer – más coincidencias – había visitado Cuba años atrás, acompàñando a Aron Modig, el dirigente de la juventud demócratacristiana sueca que acaba de protagonizar junto Angel Carromero (uno de los cachorros de Aznar y Esperanza Aguirre, en la más ultraderechista vertiente del Partido Popular español) el accidente de tránsito que costara la vida a los opositores cubanos Oswaldo Payá  y Harold Cepera. Modig vino a entregarle a Payá una donación de 4 mil euros destinados al Movimiento Cristiano de Liberación, que él dirigía, y a asesorarlo en la constitución del movimiento juvenil de esa organización.  

2 comentarios:

  1. Esta es una ponencia magistral, con suscita algunas objeciones que darían pie a un diálogo detallado para el que un comentario no da. Bloguearé una respuesta y le mandaré el enlace. ¡Excelente!

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  2. Vea mi respuesta en http://tinyurl.com/9hgmhbd

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