Aunque los maestros del materialismo dialéctico no lo entendían así, la ley de medios acepta que los significados de la realidad social se construyen primero en la mente de las personas, es decir a través de la visión o representación que ellas tienen de lo que sucede a su alrededor.
“Nada es verdad o mentira / todo es según el color / del cristal con que se mira”, dice un famoso poema. Precisamente, la batalla de los medios es la batalla por ese cristal. Los medios de comunicación nos muestran la realidad (la economía, la política, la cultura) según su propia visión y contribuyen decisivamente a la construcción mental de una realidad determinada; en rigor, de una representación de lo real. Las batallas informativas, culturales y políticas, como las guerras, se pierden o se ganan primero en la opinión pública.
La deformación de la realidad que hoy producen los medios hegemónicos es el correlato de otra deformación o falsificación del pasado -mediante una política de la historia- que monopolizó durante dos siglos todos los medios de difusión, de educación y de cultura de nuestro país, influyendo de manera determinante sobre las representaciones mentales de la sociedad.
Hoy pocas tareas son tan revolucionarias como releer y reescribir la historia en todos los niveles, desde el Billiken hasta la Academia. Nos impulsan a hacerlo -y nos habilitan- doscientos años de mentiras, ocultamientos y deformaciones del pasado.
En efecto, la historia oficial que conocimos en la escuela, en el colegio y aún en la universidad, como demostraron ampliamente Jauretche, Galasso, Pomer y otros historiadores, fue el fruto de una política de la historia, concretamente de la política oligárquica de la historia.
Del mismo modo, la práctica hegemónica de los medios de comunicación que estuvo vigente hasta ahora tiene su fundamento en aquella deformación y constituye, a su vez, una política de construcción de la realidad, que es lo que debemos comprender a fondo.La nueva ley de medios es el torno con el que puliremos otro cristal para mirar.
La historia falsificada, decía Jauretche, “es hoy un simple hecho de poder” y “subsiste en la medida en que la oligarquía y el poder extranjero sostienen los instrumentos de difusión, privados o públicos, pero completamente al margen de la ciencia y de la opinión mayoritaria”.
La Ley de Medios duele tanto porque le arrebata poder político, económico e ideológico a la oligarquía bicentenaria y a los poderes antipopulares y antinacionales asociados a ella en los negocios y en la visión del país. Esto también explica la ferocidad con la que se han disparado informaciones falsas o desinformaciones groseras para invalidar lo que antes se neutralizaba o se acallaba con un fusil en la sien.
Pero en 1983 los tanques de acero se volatizaron junto con el Partido Militar y desde entonces el establishment defiende su bolsillo con otros tanques, los de papel. La corporación mediática ha ocupado el lugar que dejaron vacante las fuerzas armadas.
Sin comprender esa política de falsificación de la historia, por un lado, y de construcción ficcional de la realidad, por otro, no se podría explicar que durante doscientos años el pueblo argentino avanzara menos de lo que retrocedió, una victoria cada cinco derrotas, a pesar de tener todas las condiciones objetivas para triunfar.
Tampoco podría explicarse por qué fue exitoso el modelo agrofinanciero, exclusivo y excluyente de todo lo que no fuera la exportación de materias primas de la zona pampeana y litoral (y la multiplicación de la renta agraria en renta financiera) en un país tan vasto, productor de tanta riqueza y necesitado de una industria propia y de trabajo.
Tres de cada cinco empresas generadoras de empleo son industrias; cuatro de cada cinco unidades generadoras de empleo son empresas pequeñas y medianas que sólo venden en el mercado interno. Las pymes aportan el 75% del empleo nacional.
Este país inclusivo -y para todos- no entró nunca en los planes del establishment, esa oligarquía que derrocó a tantos gobiernos populares, que monopolizó hasta ahora los medios de comunicación, de educación y de cultura, que utilizó durante medio siglo a las Fuerzas Armadas como guardia pretoriana y que contó la historia del país desde la estrecha lógica de sus intereses. Si no, no se explicaría que gobiernos de fuerte representación popular como los de Hipólito Yrigoyen (1916/22; 1928/30) y Juan Perón (1946-55; 1973-74), y los democráticos de Arturo Frondizi (1958/62) y Arturo Illia (1963/66) terminaran en otros tantos golpes de Estado que se justificaron a sí mismos con los argumentos que hoy utilizan los medios de comunicación hegemónicos para debilitar, acorralar y finalmente maniatar al actual gobierno, o para imposibilitar su reelección.
Antes de ser derrotados por los tanques, aquellos gobiernos populares fueron debilitados ante la opinión pública por los medios de comunicación. Pero ahora hay una importante diferencia con el pasado golpista. Esos intereses contrarios al país ya no cuentan con el auxilio de una guardia pretoriana, porque que hoy las fuerzas armadas están disciplinadas al poder político.
No obstante, aunque los golpes de Estado ya no tienen posibilidad de generar la continuación de la política por otros medios, la voluntad de destituir gobiernos populares sigue vigente, y esto es así porque siguen vigentes los mismos intereses económicos minoritarios, los mismos proyectos excluyentes de nación.
Por eso la batalla por los tanques de papel -ya puestos a buen recaudo los tanques de verdad- es hoy la batalla decisiva, la madre de todas las batallas, en la que el establishment triunfará una vez más, o, por fin, vencerá el pueblo.
(*) Columnista de Radio Nacional; ex jefe de redacción de la Agencia Télam; ex secretario de redacción de la revista El Periodista de Buenos Aires.
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