Con los ojos en el alma de los uruguayos que no quieren cargar con el agobio de la injusticia, un periodista oriental, Álvaro Pérez García, editor del prestigioso periódico Brecha, realiza aquí un análisis tan lúcido como angustioso después del fracasado intento de anular la ley de caducidad pues vislumbra el futuro como una cicatriz que supura. Y, como muestra contraria, el ejemplo de la Argentina.
Hace años que vamos a la marcha contra la impunidad, o por los desaparecidos, o por la verdad, o por la justicia y la memoria. Hace años que transitamos serena y reflexivamente por esa avenida (la más triste del mundo en estas ocasiones) con la esperanza de que algún día será.
No es que nos complazca o nos regodeemos en el dolor, no somos sádicos ni orgullosos sufridores. Hace años que el tema nos agobia y nos cansa, que sentimos que queremos dejar verdaderamente atrás ese simulacro de un entierro.
Pero no nos dejan, porque primero un plebiscito y luego otro y ahora el finísimo entramado jurídico y legal siempre dejaron a salvo, contradicción profunda si las hay, la aplicación ilegal de la norma más penosa con que cuenta Uruguay.
Este 20 de mayo caminamos heridos, casi derrotados, porque nos dimos cuenta de que justo el Frente Amplio se embarcó desde que gobierna en 2005 en la aplicación del resquicio de toda una ley inaplicable.
Usando una metáfora que a Tabaré Vázquez no le desagradaría, mantuvimos con vida un cuerpo casi muerto con la ayuda de un inhalador.
Se encontraron unos restos (o las Fuerzas Armadas lo permitieron), fueron presos unos militares, se jugó hasta el hartazgo con Macarena Gelman, que le sigue poniendo el cuerpo a la búsqueda de sus padres muertos.
Se pretendió que la población entrara en la retórica minuciosa de los términos legalistas: derogación, anulación, revocación, impugnación, prescripción; términos todos que al fin y al cabo no hicieron más que confundir y alejar de la sustancia del asunto a miles de uruguayos, y que enrollaron por años a constitucionalistas y políticos: a aquellos a quienes les servía la confusión y a aquellos que mientras se iban enroscando en su propia trampa olvidaban, otra vez, la sustancia del asunto (el Frente Amplio, como partido, más que nadie).
La sustancia del asunto son las viejas que se van muriendo sin poder enterrar a sus hijos y los hijos a los que se les va la vida sin conocer el paradero de sus padres.
Y comenzaron a sucederse declaraciones, marchas y contramarchas y actos y omisiones: el Frente Amplio que en pos de la campaña electoral se olvidó de miles que gestaron su nacimiento y que veían como compromiso ineludible de esa fuerza política que se terminara (como un asunto de ética humanista fundamental) con la ley de impunidad.
La asunción de que al soberano hay que respetarlo a rajatabla (aunque hubiese instalado la pena de muerte, que de hecho, con esta ley, más o menos la legalizó para aquellos años).
Las idas y venidas de la fuerza de izquierda en relación a la ley: el canciller presenta el proyecto, el presidente lo desautoriza; el presidente le pide a la fuerza política que no vote para cuidar el plebiscito y luego le pide a (Víctor, diputado) Semproni que sí vote para cuidar la unidad de la coalición; algunos senadores o diputados que no votan porque no es el camino luego reculan porque la fuerza política los mandata, que no porque es convicción personal.
Sólo una imagen siniestra se le viene a uno a la cabeza: parece que la izquierda estuviese jugando a la taba con los huesos de los desaparecidos.
Pero luego de no aprobarse la interpretativa la izquierda vuelve a confundir: que no estamos de acuerdo con la impunidad, que seguiremos luchando.
¿Cuándo? ¿Cuando las Fuerzas Armadas hablen pero a cambio de la impunidad, como lo insinuó el comandante (José Ramón) Bonilla por televisión? ¿Cuando se mueran todos, como lo ha sugerido miles de veces el propio Mujica? Sabido es que los muertos no hablan, salvo en las fantasías de los locos o los supersticiosos, o a través de algunos sueños.
Y entonces se empezó a embarrar la cancha y resurgieron desde las cenizas (con un empujón bien fuerte del Ejecutivo) viejos temores y posibles pactos: los tupas y los militares (y supuestas amenazas de éstos). Y (José Pepe) Mujica que quiere quedar bien con todo el mundo, buscando desesperadamente su ansiada reconciliación nacional pero poniendo el eje, otra vez, en la teoría de los dos demonios y en la lógica de los combatientes cuando ya habíamos superado esa discusión y habíamos llegado a lo irrefutable: que lo que ocurrió en el país entre 1973 y 1984 fue terrorismo de Estado.
Pero no, sale el viejo, justo el día en que se “conmemora” el nacimiento del Ejército (otra mentira), invocando sus cananas y salvando a las futuras generaciones… de militares.
Mientras, las viejas allí, calladitas, con los rostros de sus hijos sonrientes o pensativos perpetuados en la muerte para siempre.
Cosa extraña la de la hermandad y la unidad de un pueblo en temas como éste, como si de pronto se pudieran borrar las fronteras políticas e ideológicas, o una concepción del mundo (de eso se trataba ser de derecha o de izquierda, pensábamos).
Se suponía que aquí no había negociación posible y se supone que cualquier fuerza política dispuesta debe echar por tierra (con el apoyo de los sufragantes que votaron un programa que incluía desterrar la ley) un panorama injusto, inconstitucional o directamente contra natura de lo estrictamente humano.
Seguramente lo estrictamente humano no se correspondía con el aparataje jurídico que finamente se tejió por años y la ley interpretativa que la semana pasada (por la del 20 de mayo) no se votó era imperfecta y sería denunciada, interpelada, apelada, declarada (o no) inconstitucional, pero el Frente Amplio se perdió la oportunidad de darles a sus votantes un elemento simbólico del que agarrarse, una señal.
Ésa que los más “puros” (uy, qué demodée la palabra ante la real politik) esperaban, y no la que el presidente, siempre yendo y viniendo, confundiendo a propios y ajenos, les espetó en sus caras: los únicos derechos humanos que importan son los que se garantizan mediante la continuidad electoral del Frente Amplio.
Se intuye y se siente en la calle que miles de los más fieles, hasta ahora, piensan lo contrario: no vale ningún partido si pasa por encima de convicciones filosóficas muy profundamente arraigadas. Pero empiezan otros cálculos, los político-electorales. Ya piensan muchos de izquierda: qué hacer ante la posibilidad de un otro ( Juan María) (¿ Bordaberry?) o el Frente Amplio.
Finalmente terminaremos votando al Frente, piensan resignados algunos. Otros no (tal vez miles): ésta no la llevo, no puedo llevarla.
Los que abogan por cerrar páginas y heridas podrían mirar más allá de sus propias chacras y ver, por ejemplo, cómo es que ahora, después de 40 años de dictadura de Franco en España y otras décadas de democracia, son los nietos o los bisnietos quienes buscan la verdad.
La verdad no como término hueco o manido sino como una cicatriz que supura muchísimos años después a través de los familiares directos o de una generación que quiere saber qué paso y dónde están los republicanos asesinados.
* El ejemplo del otro lado del río
O más cerca aun: se puede mirar al otro lado del río y ver que sin proclamarse directamente de izquierda, uno de los primeros actos de Néstor Kirchner fue descolgar de la Casa Rosada el retrato de Videla y anular, sin permiso y en contra de una fuerza militar feroz y una derecha mucho más poderosa que la nuestra, las leyes de obediencia debida y de punto final.
Y sanseacabó: se comenzó a enjuiciar a los responsables (a troche y moche), a recuperar la memoria, a saber la verdad.
Y desde ahí comenzaron (más allá del estilo: populismo, peronismo, cientos de zapatos de la presidenta o lo que quieras) a bregar por otros derechos y otras causas, seguramente emparentadas con la memoria de los desaparecidos: se opusieron a los poderosos del campo (a los más ricos, muchos emparentados con la dictadura), crearon una ley de medios (se opusieron entonces también a los poderosos de la prensa: Clarín, por ejemplo, también parientes del terrorismo de Estado), aprobaron el matrimonio homosexual (contra la Iglesia de punta, tan emparentada también).
Realizaron o lo intentaron, sin vociferar ideología (o vociferándola, da igual) cambios profundos en cuestiones que tienen que ver con los derechos humanos y las luchas sociales: se pusieron, en muchos aspectos, de un lado, tomaron partido, jugaron en serio.
Escuchar a los jóvenes, sugeríamos la semana pasada en una nota en Brecha.
Pero los viejos “combatientes” parecen estar pensando sólo en ellos.
No todos los jóvenes, claro, ni todo el país, mucho menos, están atentos a los devenires de la ley de caducidad. Pero sí una buena porción que mañana, o ya hoy, son los que están trabajando inteligentemente por el país, los que encontraron una causa con la que arroparse, los que dicen sin pudor la palabra “justicia”.
“Sólo se trata de justicia”, dijo un muchacho en medio de la marcha, mientras un veterano enojado gritaba “¿Dónde estás, Pepe? Escuchá a tu pueblo” y otro lo mandaba a callar porque “no es el momento”.
En la cobertura referida una muchacha de nombre Clara hablaba provocativamente de que los de-saparecidos (o los encarcelados, o los exiliados, que no sólo fueron los “combatientes” tupamaros, recordémoslo todos) se han transformado en un ícono, que ya nadie habla de por qué lucharon o más bien que ya nadie recuerda esas palabras perdidas: sueños, transformación, reparto de riquezas, justicia.
Y a uno se le antoja entonces pensar en por qué el silencio justo ahora, o por qué no el derecho a gritar después de tantos años de silencio y de algunos de un gobierno de izquierda.
¿Por qué no decir en voz alta, como dijeron tantos en la marcha o en las mesas familiares y de amigos, que se sienten traicionados, “llenos de rencor”, asqueados de tanta vuelta jurídica, decididos algunos de los más viejos (de esos que fundaron el Frente Amplio) a abandonar la fuerza partidaria que apoyaron durante 40 años y decepcionados muchísimos de los más jóvenes que creyeron que la justicia y la política podían ir de la mano.
Un golpe fuerte para ambas inocencias, para dos poesías confluyentes, para un reclamo esencial.
Tan esencial que un muchacho de 20 años puede definirlo en un enunciado acorde con la historia: “acá hubo golpe de Estado, desapariciones, la gente iba presa por ser sindicalista o por lo que fuera. Torturaron, violaron mujeres, le dieron palos a todo el mundo. Todo cuando los tupas ya no existían. No me importan los tupas ni los militares ni las miles de vueltas con las leyes, lo único que me importa es sentir que vivo en un país en el que se hizo justicia. Y eso sólo se logra si los responsables pagan por los crímenes”.
Ahora la cosa va a seguir y aparecerán de nuevo las palabras que enredan: derogación, pronta prescripción, incompatibilidad, ilegalidad; palabras que se leerán según cada biblioteca.
Mientras tanto, las viejas se nos morirán, miles de jóvenes y militantes de toda la vida habrán sufrido el golpe de una gran desilusión y los desaparecidos continuarán siendo la verdadera mochila que habrá que seguir cargando.