martes, 25 de octubre de 2011

Progresismo, modernidad y política

Una reflexión de Norberto Colominas

Sobre el progresismo, la modernidad y la política se ha escrito mucho, aunque pareciera que siempre hay que empezar de nuevo. En la reciente campaña electoral vimos progresistas que han aceptado una versión, digamos, esperanzada de la globalización, puesto que exige una democracia avanzada, o eso es al menos lo que ellos piensan.

Así lo indican algunos estudios de teoría política, aunque sus conclusiones son erróneas. Lejos de ayudar a una “democratización de la democracia”, como diría Chantal Mouffe, ese pensamiento es la causa de muchos de los problemas que enfrentan en la actualidad las instituciones políticas, puesto que forma parte de una visión común “antipolítica”, que se niega a reconocer la dimensión antagónica que es constitutiva de “lo político”: la lucha de clases, de sectores, de intereses.

Su objetivo es el establecimiento de un orden conceptual superador de las nociones de izquierda y derecha, antiguas por antagónicas, y también de elementos constitutivos de la nacionalidad como son la soberanía y la independencia, dos presuntos arcaísmos. Desde esta perspectiva de análisis cualquier antagonismo es malo. Para ello reemplaza arbitrariamente el concepto dinámico de clases sociales por el de pueblo o el de sociedad, que son amorfos, indivisos, unidimensionales.

Esta suerte de sociología optimista, funcional a la derecha, está muy difundida en la actualidad. Por ejemplo, a más de medio siglo de la muerte de Sigmund Freud, la resistencia de la teoría política respecto del psicoanálisis es todavía muy fuerte, tanto que sus enseñanzas acerca de la imposibilidad de erradicar el antagonismo en las sociedades humanas no han sido asumidas, posiblemente porque la violencia y la hostilidad son percibidas como expresiones arcaicas, en el sentido de no modernas, e incluso ateas, en el sentido de no cristianas.

Hubo pocos intentos por articular una noción moderna de democracia en base a una antropología que reconozca el carácter ambivalente de la sociabilidad humana y el hecho de que la solidaridad y la hostilidad son reacciones que no pueden ser disociadas, como no pueden disociarse el odio y el amor.

En lugar de aceptar que en toda sociedad hay valores en conflicto, y que esa realidad se corresponde con una vida pública vibrante en la que tengan lugar luchas intensas y donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos en lucha por la hegemonía, lo que constituye una condición básica para que pueda haber un ejercicio efectivo de la democracia.

Si no, ¿cuál sería el sentido del diálogo? ¿De qué conversaría la sociedad? Y ¿quiénes conversarían? En el plano político, si no hay una opción disponible, y si quienes participan de la discusión no pueden decidir entre alternativas claramente diferenciadas, no se dialoga ni se participa ni se elige. Eso es aproximadamente lo que ocurre en nuestras democracias globalizadas, donde pareciera que hay que agradecer la posibilidad de votar cada dos años, y entre comicio y comicio soportar que los medios de comunicación (de concentración) voten todos los días.

Naturalmente, para esta mirada la globalización exige recato público, pasividad social, porque si algo detesta el establishment es que le muevan el bote.

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