( Por Sergio Marelli) Silvio Rodríguez pertenece a esa estirpe de juglares para quienes la palabra es un ardiente oficio que combina la siembra con el vuelo, alguien que no está en los mercados grandes de la palabra pero dice lo suyo a tiempo y sonriente. Rabelais decía no ser lo suficientemente docto como para tomar la luna con sus dientes, pero Silvio, trovador errante, enciende las hogueras, convoca luciérnagas y sabe el nombre de la chispa que salta de la crepitación hacia la noche. Su sed no se entretiene fácil, no acepta la poesía rumiante que no altera la digestión del poeta; su poesía es la de los labios que se endurecen para decir bellas palabras. No cría una posteridad de versos según los últimos cánones en boga. Va hacia donde arde la lágrima para convencer que la risa aún es posible. Agrega su paso a los pasos de los que emprenden la larga marcha hacia sí mismos “armados de pecho hasta la frente”, como dijo Vallejo. Hace crecer el plumaje del fuego para espantar todos los fríos, hacer del desabrigo, amparo, y de las resecas manos un cántaro donde los solos sacian su antigua sed; a ellos, los condenados por su rebelión, da su canción de amigo. Sus canciones, aun las de más explícito contenido social, jamás le confieren el carácter de predicador político. Siempre está en la búsqueda de un humanismo sin mordazas, sabe que el alma no es un asunto de tinieblas sino puro y ardiente compromiso terrestre. No es un repetidor de consignas a destajo, un publicista de nobles propósitos, un corredor de ideologías a domicilio. Pero tampoco es un abonado a la podrida pureza del arte puro y su abstracta geometría de almas bellas. Es un revolucionario. Antena que recoge noticias de la magia que anuda las hebras de lo cotidiano. Camina con una brújula encantada siguiendo el ejemplo de los que entregaron a una causa generosa hasta la última gota de sangre, hasta el último hálito de su aliento, convencidos de que la justicia sobre la Tierra no caerá de la distraída mano de Dios, sino será hija de la lucha. A ellos canta desbordado. La historia no es una vía muerta donde se herrumbra el tren de los sueños, piensa Silvio Rodríguez, por eso desecha tentaciones al lado de las cuales, las ofrecidas por el Maligno en el desierto, no son sino inocentes pregones de feria. “Asiente y eres cuerdo, disiente y eres de inmediato peligroso, y quedas atado a una cadena”, escribió Emily Dickinson; por eso Silvio Rodríguez es peligroso para los que quieren cortar la libertad a la medida de su impotencia, ajenos al espíritu de la revolución cuya estatura crece, incesantemente joven, imposible de ser aplastada bajo la inmensa osamenta de la burocracia. “Siempre tendré un enemigo con el semblante arrugado y más cansado que yo. Los que a lo largo de su sombra quieren cortar la medida de toda revolución.” Y, en su último disco, pide: “Superen la erre de revolución. Restauren lo decrépito que veo, pero déjenme el brazo de Maceo y, para conducirlo, su razón.” Este poeta sigue mirando el horizonte con ojos heridos de soñar, dando voces de amor a cuatro vientos, buscando su unicornio azul, apurando las ruinas del infierno, y así seguirá hasta el fin de sus horas, hasta convertirse en una chispa transitoria disuelta en las remotas antífonas que saben las cigarras.
-Tonada del albedrío es una canción dedicada al Che, ¿qué es lo que más te atrae de su recuerdo?
-Todavía admiro lo mismo que siempre admiré de él: que fue un hombre capaz de vivir como pensaba. También su insaciable compromiso con la verdad, lo que lo separaba de pensamientos revolucionarios ortodoxos.
-Sin duda sos un hombre comprometido políticamente; pero como artista, tu compromiso principal es con la belleza, casi no se te conoce un solo panfleto cantado. Me gustaría alguna reflexión tuya al respecto.
-Yo fui un joven que participó con entusiasmo en la transformación revolucionaria que se produjo en Cuba durante la década del ‘60. Entonces trabajé en varios medios de prensa efectivamente muy políticos. Empecé a los 14 años en el semanario Mella, de la Unión de Jóvenes Comunistas; después estuve en la revista Venceremos, del Ejército de Occidente; por último trabajé en la revista Verde Olivo, órgano de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Sin embargo en 1965 escribí una canción contra la discriminación racial que no era un panfleto, sino un reclamo humano. La única explicación que tengo para esto es que junto a mi compromiso social también fui desarrollando un gusto por la poesía y un hábito de lecturas que fue determinante como influencia, a la hora de escribir canciones.
-¿Cuáles son los retos a los que te enfrentás hoy como artista?
-En el fondo se parecen mucho a los que tenía cuando empezaba. Siempre hay cosas por decir, pero a veces no sale una nota. Otras uno ve una servilleta, pide una pluma prestada y aparece un montón de palabras. Para mí lo decisivo es tener ganas. Siempre que hay verdaderas ganas, aparece algo.
-¿Por qué te declarás un trovador antiguo?
-Porque llega un momento en que lo que fue considerado actual empieza a formar parte de la tradición. La tradición es como una tropa fantasma a la que se le van sumando almas. Cuando nos llega esa hora, lo que llaman actual son unos jovencitos que se parecen a uno mismo cuando tenía 40 menos. Es algo que se ve clarito.
-En este último disco hay una canción que hiciste con Víctor Heredia. Hablanos de ella, ¿cómo nació?, ¿cómo te resulta la experiencia de componer con otro?
-No compongo a menudo con otros. Pero Víctor me mandó un poema sobre los niños y no tuve más remedio que ponerle música porque tiene un lenguaje muy tierno. Dice, por ejemplo: “Tu risa enharinada”. Eso me sedujo y le hice una música que me pareció como argentina, aunque no sé, puede que sea una percepción personal. Él incluyó este tema, que se llama Lo cierto, en su último disco. Yo lo iba a poner en Segunda cita, pero después se me ocurrió dejarlo para más adelante y juntarlo con otras canciones con amigos.
-Recuerdo haber visto un recital tuyo, en Buenos Aires, en la primera fila del teatro estaba Atahualpa Yupanqui, quien se puso de pie para aplaudirte. Antes de ponernos de pie nosotros, para aplaudir la memoria de Atahualpa, te pido me cuentes cuándo lo conociste y qué recuerdos tenés de él.
-Conocí a Don Ata en febrero de 1985, en Berlín. Fui a disfrutar de un concierto que él daba y, al final, de fresco, me acerqué a saludarlo. No sabía si le iba a gustar que lo fueran a ver tras la actuación, pero me recibió con calidez y hasta me dejó tocar su guitarra. Al día siguiente comimos en Alexander Platz, donde le hablé de amigos comunes que lo mentaban mucho, como Alfredo Zitarrosa y Naldo Labrín. Tiempo después le escribí una cartita y la puse en un disco. Angel Parra me contó que eso le había gustado. Después nos vimos aquella vez en Buenos Aires, pocos meses antes de su muerte. Yo estaba con Eduardo Aute y Yupanqui nos citó en un lugar llamado Los Teatros. Allí lo invité a mi concierto. Me llamó la atención que sólo pidiera una entrada. Pensé que no iba a ir. Así que fue una gran sorpresa saber que estaba aquella noche en la sala. Recuerdo que cuando le dediqué el concierto, el teatro, de pie, lo aplaudió a rabiar. En medio de aquella ovación fue la última vez que lo vi.
-En Segunda cita hay una canción basada en un relato oral de García Márquez. ¿Cómo fue esa reunión cumbre? ¿García Márquez ya escuchó la canción?
-Fue algo que pasó hace más de 20 años. Tomamos un avión de La Habana a México, con escala en Cancún. Por raro que parezca, durante la primera etapa del vuelo él y yo éramos los únicos pasajeros. En cuanto vi aquello supuse que era una de las cosas que le ocurrían a García Márquez todos los días y que yo sólo estaba allí para comprobarlo. Fue una travesía de nubes negras y saltos, así que nos necesitábamos el uno al otro. En ese ambiente fraterno él me contó de algunos argumentos pequeñitos que a veces se le ocurrían, casi como imágenes. Él pensaba que aquellas historias minúsculas podían ser canciones. Me contó dos o tres, y al menos dos de ellas las encontré después, puestas como de paso, en sus narraciones. No hay más nada que contar al respecto. Y no: no puede haber escuchado la canción todavía, aunque pienso mandarle un disco.
-Pasemos del gran novelista colombiano a un muy prometedor narrador cubano, ¿en dónde ha quedado el Silvio Rodríguez novelista? Hace algunos años intentaste probarte en esos terrenos.
-Permíteme que me sonría, pero me parece que te has confundido. Chico Buarque, Víctor Heredia y Amaury Pérez son los cantores novelistas. Yo sólo soy un fan de lo que son capaces de hacer.
-¿Cuáles son los misterios de los que te sentís más aficionado?
-Uno de mis primeros oficios fue el de dibujante. Eso es lo que más hice en aquellas publicaciones en que trabajé de adolescente. Desde entonces me aficioné a la fotografía, por sus valores plásticos, pero también por la alquimia de congelar el tiempo. Todavía ando con cámaras. Pudiera decirse que son mi violín de Ingres.
-Mirá hacia la puerta, acaba de entrar un cholo. Viene de la eternidad, pero él dice que nunca se fue de Santiago de Chuco, le han pegado duro con un palo y duro también con una soga; quiere sentarse a esta mesa, que le sirvamos un luminoso vino fraterno para seguir soñando, ¿qué le dirías?
-Que escuche a Ernesto Guevara recitar Los Heraldos Negros. Que lo busque por ahí, por donde andan, y le diga que se los recite, para que vea cómo se le ponen los huesos de gallina.
-¿Cuándo supiste de la existencia de la poesía?
-Mi padre me leía poemas cuando yo tenía 7 u 8 años. Esa fue la primera noción que tuve. La de un obrero agrícola, con segundo grado de escolaridad, que leía en voz alta Los motivos del lobo, de Rubén Darío.
-Hiciste algunos recitales poético-musicales con un quijote hamletiano del Caribe, Roberto Fernández Retamar. Contanos de esa experiencia, y trazá una semblanza de él.
-No me parece que a Roberto le pueda servir de mucho una valoración mía, aunque en verdad es un querido amigo desde hace años. Él ya era director de la revista cuando yo llegué, jovencito, a Casa de las Américas en 1968. Incluso ya tenía toda una trayectoria literaria, amigo de Lezama y del maravilloso grupo que fundó la revista Orígenes. Cuando yo le conocí, Roberto ya era una de las voces poéticas principales de su generación y además era maestro de algunos de mis amigos, en la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Roberto ha estado vinculado a muchas cosas que han sido importantes para mí. Para empezar, la mismísima Casa de las Américas y su fundadora, nuestra querida, imprescindible Haydeé Santamaría. Imagínate que recuerdo a Paco Urondo y veo a Roberto; a Roque Dalton y veo a Roberto; a Mariano Rodríguez y veo a Roberto; a Ernesto Cardenal y veo a Roberto; a Julio Cortázar y veo a Roberto… y siempre veo a Haydeé, que es como el alma de todas esas visitaciones. El año pasado, cuando se cumplió medio siglo de la Casa, lo invité a que hiciera conmigo un recital de poesía y canción, y Roberto, que nunca había leído sus poemas allí donde trabaja hace más de 40 años, tuvo el gesto espléndido de hacer el recital conmigo. Unos meses después lo repetimos en el Auditorio Nacional de México DF, con mucho éxito, por cierto.
-Si pudieras pegarte unas alas, para dónde volarías: el pasado o el futuro, ¿qué imaginás que verías o qué te gustaría ver?
-Me gustaría ver cosas que hoy pudieran considerarse imposibles: más respeto recíproco, menos peso de intereses mezquinos, más predominio de la solidaridad. Pura utopía.
-¿Qué puede más en vos, el desencanto o el deseo? ¿Es una batalla que siempre tiene el mismo ganador?
-Creo que en mí predomina el deseo, aunque a veces tenga días más oscuros.
-¿Tenés pensado venir a Argentina a presentar el disco?
-No le tengo mucha fe, internacionalmente, a Segunda cita. Es un disco, en cierto sentido, local. Empezando por Segunda cita, que está llena de referencias al último medio siglo de nuestra historia. Sea señora, Huracán, Trovador antiguo están bastante centradas en nuestra realidad. Pero si resultara gustar, claro que sí, con mucho gusto que lo haría.
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