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sábado, 8 de marzo de 2014

Pablo Escobar y la nueva geopolítica del narcotráfico

Los primeros años del siglo XX marcaron definitivamentae el fracaso, desde cualquier punto de vista, de la "guerra contra las drogas" lanzada por Estados Unidos en los ’70, que partía de la idea de reducir el consumo mediante el control de la oferta.
En Globalización, narcotráfico y violencia (Norma), Juan Gabriel Tokatlian explica de manera sencilla pero clarísima el carácter quimérico de esta cruzada, que asume que una represión eficiente y sostenible permitirá, en algún momento, extinguir el problema.
En otras palabras, la ilusión prohibicionista de que será posible, por vía del combate duro, lograr la abstinencia total.
Nada de esto ha sucedido, por supuesto. Pese a los esfuerzos guerreros, la prevalencia del consumo de drogas se ha mantenido más o menos igual en los últimos años. Según Naciones Unidas, sólo el 5 por ciento del total de la población mundial adulta –208 millones de personas– consumió algún tipo de estupefaciente prohibido en los últimos doce meses, mientras que solamente el 0,6 por ciento registra un patrón problemático de consumo. La marihuana, la droga más difundida, es consumida por el 4 por ciento de la población (unos 165 millones de personas), y hay alrededor de 16 millones de consumidores de cocaína y 24 millones de anfetaminas. Colateralmente, la guerra contra las drogas ha generado efectos sociales, medioambientales y de derechos humanos muy negativos. Y también consecuencias políticas impensadas, como la emergencia del liderazgo de Evo Morales, que no se entiende sin considerar la brutal represión a los cocaleros del Chapare por las fuerzas de seguridad bolivianas asistidas por la DEA.
Pero no sólo la demanda, también la oferta se mantiene estable, lo que ha llevado a algunos buenos lectores de Adam Smith, como el escritor Mario Vargas Llosa o los editores de The Economist, a inscribirse en el cada vez más nutrido bando de la despenalización. La producción de cocaína, tras el descenso experimentado luego del boom de los ’80 es más o menos la misma desde hace una década. Lo mismo sucede con la de marihuana, en tanto que la producción de heroína y drogas sintéticas se ha incrementado.
Pero lo más notable del análisis de la oferta es su especialización geográfica en territorios con fuerte influencia político-militar de Estados Unidos: Afganistán produce el 80 por ciento de la heroína del mundo, el 60 por ciento de la cual se concentra en la provincia de Helmand, en el sur del país. Los talibán, que en el pasado combatieron las plantaciones de amapola por motivos religiosos, aprendieron la lección y ahora las administran (y se benefician de ellas), lo que demuestra que cuando hay dinero de por medio incluso las interpretaciones islamistas más fanáticas se flexibilizan. En cuanto a la cocaína, casi la totalidad se produce en tres países: dos de ellos, Colombia y Perú, son aliados estratégicos de Washington (el tercero es Bolivia). La marihuana, en cambio, se cultiva prácticamente en todos lados, pues alcanza con una maceta y un poco de sol. Hasta en Cuba, que combate las drogas con rigor stalinista, es posible ver las plantas a la vera de algunas rutas.

Todo cambia
 Pero que la guerra contra las drogas haya fracasado no implica que no haya producido efectos. El más importante es una reconfiguración del narconegocio a nivel global que incluye el traslado de los centros estratégicos de decisión de Colombia a México y la caída de los grandes carteles de los ’80/’90, en un proceso que tuvo su punto más alto con la muerte de Pablo Escobar Gaviria, el capo del Cartel de Medellín que había llegado a controlar el 80 por ciento de la cocaína del mundo, que llegó a ser el séptimo hombre más rico del planeta según Forbes y que en su gigantesca hacienda de Antioquia contaba con un zoológico privado por donde se paseaban hipopótamos, jirafas, elefantes, cebras y avestruces. La serie que lo retrata –El patrón del mal– se ha convertido en un justificado un éxito de rating.
¿Qué es lo que sucedió? Básicamente, que la ofensiva antidroga arrinconó a los tradicionales carteles andinos y se sumó a las nuevas tecnologías de comunicaciones (GPS y celulares) y a los avances en el campo de la aeronáutica (sistemas de bombeo para recargar combustible en vuelo y ganar autonomía) para definir una reconversión a gran escala, a la que también contribuyeron ciertas transformaciones económicas, como la mayor fluidez del comercio internacional y el perfeccionamiento de los mecanismos de lavado de dinero. Como consecuencia de estos cambios, la estructura piramidal anterior, que implicaba una integración vertical de los diferentes eslabones de la cadena de producción en una relación cara a cara bajo un único liderazgo al estilo Escobar, fue reemplazada por organizaciones autónomas que operan bajo la forma de un circuito de postas, en donde cada paso del proceso (cultivo, primer procesamiento en bruto, refinación, corte y distribución) queda a cargo de una banda diferente, muchas veces situada en un país distinto (Juan Cruz Vázquez, La sombra del narcotráfico, Editorial Capital Intelectual).
Esto le da al narco actual un carácter más descentralizado, transnacional y elusivo. Cada eslabón de la cadena conoce sólo al anterior y al siguiente, de modo que, si cae, no arrastra al resto, que pueden ser reemplazados con facilidad. Y produce también una cierta economía de la violencia. ¿Qué significa esto? Por sus características, el negocio del narcotráfico es eminentemente territorial: requiere zonas de cultivo, rutas de traslado y áreas de distribución (y ejércitos para protegerlas). Es este carácter de frontera, más que la maldad intrínseca de los capos, lo que explica su estilo violento. Pero los narcos aprendieron de la experiencia de líderes como Escobar, que inauguraba partidos de fútbol, se hacía elegir diputado y conquistaba a periodistas despampanantes, y tienden a comportarse, cada vez más, de manera sigilosa y mimética, camuflados en la “vida normal” de la ciudad. Por eso, a diferencia de lo que sucedía hasta hace unos años, hoy ya no conocemos los nombres de las narcoestrellas, que recién cuando son detenidas nos revelan todo su mal gusto para las casas (grandes), los autos (deportivos) y las chicas (siliconadas).

En casa
El lugar de Argentina en esta nueva geopolítica narco también ha cambiado.
En los últimos años, las presiones de Estados Unidos y la cooperación con las agencias de seguridad local fueron limitando las posibilidades de las organizaciones del área andina para operar en sus países. La radarización de las zonas selváticas de Perú, Ecuador y sobre todo Colombia limitó los vuelos desde los lugares de producción hacia el mercado norteamericano y forzó a las redes ilegales a ensayar triangulaciones y nuevas rutas. En esta nueva división regional del trabajo, Argentina dispone de algunas ventajas comparativas: cuenta con el puerto más importante de Sudamérica, aeropuertos muy transitados y 15 mil kilómetros de fronteras escasamente custodiadas (más por la ausencia de conflictos limítrofes que por una especial desidia gubernamental).
El aumento de la producción de coca en un país limítrofe como Bolivia, admitido por el mismísimo Evo Morales, el desplazamiento de parte de los cultivos colombianos a Perú y el auge de las plantaciones de marihuana en Paraguay terminaron de cerrar el círculo. La consecuencia de este nuevo contexto es la radicación en territorio nacional del último eslabón de la cadena de producción: la transformación de la pasta base en cocaína en las llamadas “cocinas”, que además aprovechan la amplia disponibilidad de solventes ácidos y oxidantes de la industria química local, la segunda más importante de la región, y el desconocimiento –o complicidad– de policías poco acostumbrados a lidiar con bandas narco profesionales.

Si Argentina fue durante años un país de tránsito y más tarde un país de tránsito lento, hoy es un centro de producción con destino a los lucrativos mercados del Primer Mundo. Se estima que la mayor parte de la droga sale por el puerto de Buenos Aires y que el resto se traslada en vuelos comerciales, fundamentalmente desde Ezeiza, como confirma la decisión de las autoridades del Hospital Teresa de Calcuta, cercano al aeropuerto, de acondicionar una sala de terapia intensiva especialmente destinada a los capsuleros, las mulas que son detectadas con droga dentro de sus estómagos, e incluso prevé contar con médicos que hablen francés, inglés y portugués para atenderlos.
Uno de los efectos colaterales del nuevo lugar de Argentina en el entramado narco es el aumento del consumo local. Los especialistas coinciden en que los niveles de prevalencia se acercan hoy a los de los mercados maduros de Europa y Estados Unidos. Sucede que, bajo las nuevas condiciones de organización intermodal del negocio, se ha generalizado el pago en drogas, que bajan por las rutas que conectan los puntos de ingreso en la frontera noroeste y noreste con las ciudades de Córdoba, Rosario y Buenos Aires. La utilización de la misma droga como moneda de cambio obliga a las bandas a buscar mercados, o a pelear por ellos, y el procesamiento en las cocinas permite utilizar los desechos para producir paco.
El resultado es una montaña de dinero para comprar policías y jueces y, como sostiene Marcelo Saín, el quiebre del tradicional pacto de regulación del delito con las fuerzas de seguridad, lo que a su vez explica la disparada fenomenal de la violencia en algunos puntos, como Rosario, donde el año pasado se registraron 200 homicidios intencionales, una tasa superior a los 20 homicidios cada 100 mil habitantes de, por ejemplo, San Pablo.

Confusiones
El debate acerca de la incidencia del narcotráfico, necesario y urgente, debería, sin embargo, evitar simplificaciones y lugares comunes. Por ejemplo, la confusión acerca de la mejor forma de combatir el negocio, que depende mucho menos de radares y scanners que del trabajo paciente y silencioso de las agencias de Inteligencia, como demuestra el hecho de que la droga sigue ingresando a Estados Unidos por la frontera mexicana a pesar de los 40 mil agentes que la custodian, el muro artillado de mil kilómetros y los drones que la sobrevuelan día y noche.
También convendría poner en cuestión el entusiasmo un poco irresponsable con el que algunos impulsan la creación de policías municipales, que pueden ser útiles para acercar la seguridad a los vecinos pero que, sin un adecuado sistema de supervisión, podrían derivar en pequeñas bandas armadas fácilmente corrompibles. Esto es justamente lo que sucede en México, donde hay más de tres mil cuerpos de policía (que se entienda: no tres mil agentes sino tres mil instituciones de policía) que se disputan el servicio de albergue a los grupos narco en verdaderas subastas de protección. Para evitarlo, el único camino conocido es la conducción efectiva por parte del poder político, algo que, como demostraron los amotinamientos de diciembre, está lejos de suceder.
Por otra parte, aunque la tan mentada relación entre pobreza y drogas es más compleja de lo que habitualmente se piensa, resulta difícil entender el auge del narcotráfico sin considerar su función social. En efecto, si se analiza el conjunto del negocio es fácil comprobar que los oligopolios se sitúan sobre todo en la producción, y que a medida que se desciende en la cadena se van multiplicando los actores hasta llegar a una amplia atomización en el último nivel.
Sucede que, a diferencia de lo que ocurre con los productos legales, cuya comercialización se concentra en las grandes cadenas –de supermercados o ropa o lo que sea–, en el caso de las drogas es imposible, por motivos de seguridad, oligopolizar la distribución minorista, que recae en miles y miles de dealers individuales, en general pertenecientes a los sectores excluidos. Según los números de Iban de Rementería (revista Nueva Sociedad, Nº 222), ellos se quedan con el 57 por ciento del ingreso total. Los datos coinciden con los de Mauro Federico, que en su libro Mi sangre explica que un kilo de coca cuesta 250 euros en Bolivia, 950 en la localidad salteña de Salvador Mazza, 2500 en Buenos Aires y 35.000 en las calles de Barcelona. Para decirlo con las palabras de moda, las drogas contribuyen a la redistribución del ingreso.
Advirtamos por último sobre las comparaciones apresuradas. Argentina, contra lo que se escucha a veces, no podrá ser nunca Colombia sencillamente por una cuestión topográfica: no existen aquí selvas y montañas aptas para los cultivos ni porciones sustanciales del territorio sustraídas al control del Estado durante décadas, las “zonas marrones” sobre las que prevenía Guillermo O’Donnell. Tampoco México, que comparte 3300 kilómetros de frontera con el principal país consumidor del planeta. La idea de que Rosario es la “Medellín argentina” no pasa por lo tanto de una exageración televisiva. Pero Argentina sí puede acercarse a Brasil (no a Río, porque las favelas son verdaderos fuertes controlables por los narcos desde sus cuarteles en las alturas, como muestra bien esa enorme película que es Tropa de Elite) sino a San Pablo, megalópolis de llanura en la que, como en Buenos Aires o Rosario, la pobreza más extrema convive pornográficamente con la opulencia más absoluta.José Natanson.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Las drogas y la máquina de guerra de Estados Unidos


Peter Dale Scott es doctor en Ciencias Políticas, profesor emérito de Literatura Inglesa de la Universidad de California (Berkeley), poeta y ex diplomático canadiense.  Su más reciente libro, “La Machine de guerre américaine “[la Máquina de Guerra de Estados Unidos], fue publicado en francés por Éditions Demi-Lune en octubre de 2012. En esta entrevista responde al colaborador de “Rebelión”, de Nicaragua, Maxime Chaix, traductor de sus trabajos al idioma francés.

Maxime Chaix: En su último libro, La Machine de guerre américaine, usted estudia profundamente lo que usted llama la «conexión narcótica global». ¿Puede aclararnos esa noción?


Peter Dale Scott: Permítame, ante todo, definir lo que yo entiendo por «conexión narcótica». Las drogas no entran en Estados Unidos por arte de magia. Importantes cargamentos de droga son enviados a veces a ese país con el consentimiento y/o la complicidad directa de la CIA. Le voy a poner un ejemplo que yo mismo cito en La Machine de guerre américaine. En ese libro yo menciono al general Ramón Guillén Dávila, director de una unidad antidroga creada por la CIA en Venezuela, quien fue inculpado en Miami por haber introducido clandestinamente una tonelada de cocaína en Estados Unidos. Según el New York Times, «la CIA, a pesar de las objeciones de la Drug Enforcement Administration [DEA], aprobó el envío de al menos una tonelada de cocaína pura al aeropuerto internacional de Miami [,] para obtener información sobre los cárteles colombianos de la droga». En total, según el Wall Street Journal, el general Guillén posiblemente envió ilegalmente más de 22 toneladas de droga a Estados Unidos. Sin embargo, las autoridades estadounidenses nunca solicitaron a Venezuela la extradición de Guillén. Incluso, en 2007, cuando [Guillén] fue arrestado en su país por haber planificado un intento de asesinato contra [el presidente] Hugo Chávez, el acta de acusación contra ese individuo todavía estaba sellada en Miami. Lo cual no es sorprendente, sabiendo que se trataba de un aliado de la CIA.

Pero la conexión narcótica de la CIA no se limita a Estados Unidos y Venezuela sino que, desde los tiempos de la postguerra, ha ido extendiéndose progresivamente a través del mundo. En efecto, Estados Unidos ha tratado de ejercer su influencia en ciertas partes del mundo pero, siendo una democracia, no podía enviar el US Army a esas regiones. Así que desarrolló ejércitos de apoyo (proxy armies) financiados por los traficantes de droga locales. Ese modus operandi se convirtió poco a poco en una regla general. Ese es uno de los principales temas de mi libro La Machine de guerre américaine. En ese libro yo estudio específicamente la “operación Paper”, que comenzó en 1950 con la utilización por parte de la CIA del ejército del KMT en Birmania, [fuerza] que organizaba el tráfico de droga en la región. Cuando resultó que aquel ejército era totalmente ineficaz, la CIA desarrolló su propia fuerza en Tailandia (bajo el nombre de PARU). El oficial de inteligencia a cargo de esa fuerza reconoció que el PARU financiaba sus operaciones con importantes cantidades de droga.

Al restablecer el tráfico de droga en el sudeste asiático, el KMT –como ejército de apoyo– fue el preludio de lo que se convertiría en una costumbre de la CIA: colaborar en secreto con grupos financiados a través de la droga para hacer la guerra, como sucedió en Indochina y en el Mar de China meridional durante los años 1950, 60 y 70, en Afganistán y en Centroamérica en los años 1980, en Colombia en los años 1990, y nuevamente en Afganistán en 2001. Los responsables son nuevamente los mismos sectores de la CIA, o sea los equipos encargados de organizar las operaciones clandestinas. Se puede observar como desde la época de la postguerra sus agentes, financiados con las ganancias que reportan esas operaciones con narcóticos, se mueven de continente en continente repitiendo el mismo esquema. Por eso es que podemos hablar de «conexión narcótica global».


Maxime Chaix: En La Machine de guerre américaine, usted señala además que la producción de droga se desarrolla bruscamente en los lugares donde Estados Unidos interviene con su ejército y/o sus servicios de inteligencia y que esa producción disminuye cuando terminan esas intervenciones. En Afganistán, en momentos en que la OTAN está retirando paulatinamente sus tropas, ¿piensa usted que la producción disminuirá cuando termine la retirada?


Peter Dale Scott: En el caso de Afganistán es interesante ver que durante los años 1970, a medida que el tráfico de droga disminuía en el sudeste asiático, la zona fronteriza pakistano-afgana se convertía poco a poco en punto central del tráfico internacional de opio. Finalmente, en 1980, la CIA se implicó de manera indirecta, pero masiva, contra la URSS en la guerra de Afganistán. Por cierto, Zbigniew Brzezinski se jactó ante Carter de haber organizado el Vietnam de los soviéticos. Pero también desató una epidemia de heroína en Estados Unidos. Antes de 1979 sólo entraban a ese país muy pequeñas cantidades de opio proveniente del Creciente de Oro. Pero en un solo año, el 60% de la heroína que entraba en Estados Unidos provenía de esa región, según las estadísticas oficiales.

Como yo mismo recuerdo en La Machine de guerre américaine, los costos sociales de aquella guerra alimentada por la droga aún siguen afectándonos. Por ejemplo, sólo en Pakistán existen hoy, al parecer, 5 millones de heroinómanos. Sin embargo, en 2001, Estados Unidos reactivó, con ayuda de los traficantes, sus intentos de imponer un proceso de edificación nacional a un cuasi-Estado que cuenta no menos de una docena de grupos étnicos importantes que hablan diferentes lenguas. En esa época, estaba perfectamente claro que la intención de Estados Unidos era utilizar a los traficantes de droga para posicionarse en el terreno en Afganistán. En 2001, la CIA creó su propia coalición para luchar contra los talibanes reclutando –e incluso importando– traficantes de droga que ya había tenido como aliados en los años 1980. Como en Laos –en 1959– y en Afganistán –en 1980–, la intervención estadounidense fue una bendición para los cárteles internacionales de la droga. Con la agravación del caos en las zonas rurales afganas y el aumento del tráfico aéreo, la producción se multiplicó por más de 2 pasando de 3 276 toneladas en el año 2000 (y sobre todo de las 185 toneladas producidas en 2001, año en que los talibanes prohibieron la producción de opio) a 8 200 toneladas en 2007.

Hoy en día es imposible determinar cómo evolucionará la producción de droga en Afganistán. Pero si Estados Unidos y la OTAN se limitan a retirarse dejando el caos tras de sí, todo el mundo sufrirá las consecuencias –con excepción de los traficantes de droga, que se aprovecharían entonces del desorden para [desarrollar] sus actividades ilícitas. Sería por lo tanto indispensable establecer una colaboración entre Afganistán y todos los países vecinos, incluyendo China y Rusia (que puede ser considerada una nación vecina debido a sus fronteras con los Estados del Asia Central). El Consejo Internacional sobre la Seguridad y el Desarrollo (ICOS) ha sugerido comprar y transformar el opio afgano para utilizarlo con fines médicos en los países del Tercer Mundo, que lo necesitan con gran urgencia. Pero Washington se opone a esa medida, difícil de poner en práctica sin un sistema de preservación del orden eficaz y sólido. En todo caso, tenemos que dirigirnos hacia una solución multilateral en la que se incluya Irán, país muy afectado por el tráfico de droga proveniente de Afganistán. Se trata además del país más activo en la lucha contra la exportación de estupefacientes afganos y el que más pérdidas humanas está sufriendo por causa de ese tráfico. Por consiguiente, habría que reconocer a Irán como un aliado fundamental en la lucha contra esa plaga. Pero, por numerosas razones, ese país es considerado como un enemigo en el mundo occidental.



Maxime Chaix: En su último libro, La Machine de guerre américaine, usted demuestra que una parte importante de los ingresos narcóticos [de la droga] alimenta el sistema bancario internacional, incluyendo los bancos de Estados Unidos, creando así una verdadera «narconomía». En ese contexto, ¿qué cree usted del caso HSBC?



Peter Dale Scott: Primeramente, el escándalo de lavado de dinero del HSBC nos lleva a pensar que la manipulación de ingresos narcóticos por parte de ese banco pudo contribuir al financiamiento del terrorismo –como ya había revelado una subcomisión del Senado en julio de 2012. Además, un nuevo informe senatorial ha estimado que «cada año, entre 300 000 millones y un millón de millones de dólares de origen criminal son lavados por los bancos a través del mundo y la mitad de esos fondos transitan por los bandos estadounidenses». En ese contexto, las autoridades gubernamentales nos explican que no se desmantelará HSBC porque es demasiado importante en la arquitectura financiera occidental. Hay que recordar que Antonio María Costa, el director de la Oficina de la ONU contra la Droga y el Crimen (ONUDC), recordó que en 2008 «los miles de millones de narcodólares impidieron el hundimiento del sistema en el peor momento de la crisis [financiera] global».

Así que el HSBC se puso de acuerdo con el Departamento [estadounidense] de Justicia para pagar una multa de unos 1 920 millones de dólares, con lo cual evitará ser objeto de acciones penales. El gobierno de Estados Unidos nos da a entender de esa manera que nadie será condenado por esos crímenes porque, como ya señalé anteriormente, ese banco es parte integrante del sistema. Eso es una confesión fundamental. En realidad, todos los grandes bancos de importancia sistémica –no sólo el HSBC– han reconocido haber creado filiales (los privates banks) concebidas especialmente para el lavado de dinero sucio. Algunos han pagado fuertes multas, habitualmente mucho menos importantes que las ganancias generadas por el lavado de dinero. Y mientras dure esa impunidad, el sistema seguirá funcionando de esa manera.

Es un verdadero escándalo. Piense usted en un individuo cualquiera arrestado con unos cuantos gramos de cocaína en el bolsillo. Lo más probable es que vaya a la cárcel. Pero el banco HSBC puede haber lavado unos 7 000 millones de dólares de ingresos narcóticos a través de su filial mexicana sin que nadie vaya a la cárcel.

En realidad, la droga es uno de los principales factores que sostienen el dólar, lo cual explica el uso de la expresión «narconomía». Los 3 productos que más se intercambian en el comercio internacional son, en primer lugar, el petróleo seguido por las armas y después la droga. Esos 3 elementos están interconectados y alimentan los bancos de la misma manera. Es por eso que el sistema bancario global absorbe la mayoría del dinero de la droga. Así que en La Machine de guerre américaine yo estudio de qué manera una parte de esos ingresos narcóticos financia ciertas operaciones clandestinas estadounidenses. Y analizo además las consecuencias que se derivan.


Maxime Chaix: Hace 10 años, la administración Bush emprendía la guerra contra Irak, sin el aval del Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Qué balance hace usted de ese conflicto, sobre todo en relación con sus costos humanos y financieros?


Peter Dale Scott: En mi opinión, ha habido dos grandes desastres en la política exterior reciente de Estados Unidos: la guerra de Vietnam, que no era necesaria, y la guerra de Irak, que lo era menos todavía. El objetivo aparente de esa guerra era instaurar la democracia en ese país, lo cual era una verdadera ilusión. Es el pueblo iraquí quien tiene que determinar si está hoy en mejor situación que antes de esa guerra, pero yo dudo que su respuesta sea afirmativa si se le consulta al respecto.

En cuanto a los costos humanos y financieros, ese conflicto fue un desastre, tanto para Irak como para Estados Unidos. Pero el ex vicepresidente Dick Cheney acaba de declarar en un documental que él haría lo mismo [que antes] «al minuto». Sin embargo, el Financial Times estimó recientemente que los contratistas habían firmado con el gobierno de Estados Unidos contratos por más de 138 000 millones de dólares en el marco de la reconstrucción de Irak. Sólo la empresa KBR, filial de Halliburton –firma que dirigía el propio Dick Cheney antes de convertirse en vicepresidente [de Estados Unidos]– firmó desde 2003 una serie de contratos federales por al menos 39 500 millones de dólares. Recordemos también que a finales del año 2000 –un año antes del 11 de septiembre– Dick Cheney y Donald Rumsfeld firmaron juntos un importante estudio elaborado por el PNAC (el grupo de presión neoconservador conocido como Proyecto para el Nuevo Siglo Americano). Aquel estudio, titulado «Reconstruir las Defensas de América» (Rebuilding America’s Defenses), reclamaba sobre todo un fuerte aumento del presupuesto de Defensa, el derrocamiento de Sadam Husein en Irak y mantener tropas estadounidenses en la región del Golfo Pérsico, incluso después de la caída del dictador iraquí. A pesar de los costos humanos y financieros de esa guerra, ciertas empresas privadas sacaron cuantiosas ganancias de ese conflicto, como yo mismo analizo en mi libro La Machine de guerre américaine. Para terminar, cuando se ven las gravísimas tensiones que hoy existen en el Medio Oriente entre los chiitas, respaldados por Irán, y los sunnitas, que cuentan con el apoyo de Arabia Saudita y Qatar, tenemos que recordar que la guerra contra Irak tuvo un impacto muy desestabilizador en toda esa región…


Maxime Chaix: Precisamente, ¿cuál es su punto de vista sobre la situación en Siria y las posibles soluciones?


Peter Dale Scott: Dado lo complejo de la situación no existe una respuesta simple sobre lo que habría que hacer en Siria, al menos a nivel local. Sin embargo, como ex diplomático, estoy convencido de que necesitamos un consenso entre las grandes potencias. Rusia sigue insistiendo en la necesidad de remitirse a los acuerdos de Ginebra. No es ese el caso de Estados Unidos, que efectivamente fue en Libia más allá del mandato concedido por el Consejo de Seguridad [de la ONU] y que está violando un consenso potencial en Siria. No es ese el camino a seguir ya que, en mi opinión, es necesario un consenso internacional. Si no, es posible que la guerra a través de intermediarios entre chiitas y sunnitas en el Medio Oriente acabe por arrastrar a Arabia Saudita e Irán a participar directamente en el conflicto sirio. Habría entonces un riesgo de guerra entre Estados Unidos y Rusia. Así estalló la Primera Guerra Mundial, desencadenada por un acontecimiento local en Bosnia. Y la Segunda Guerra Mundial comenzó con una guerra por intermediarios en España, donde Rusia y Alemania se enfrentaban indirectamente. Tenemos y podemos evitar que se repita ese tipo de tragedia.


Maxime Chaix: ¿Pero no piensa usted que, por el contrario, Estados Unidos está tratando hoy de ponerse de acuerdo con Rusia, esencialmente a través de la diplomacia de John Kerry?


Peter Dale Scott: Para responder a esa pregunta, permítame hacer una analogía en el Afganistán y en el Asia Central de los años 1990, después de la retirada soviética. El problema recurrente en Estados Unidos es que resulta difícil lograr un consenso en el seno del gobierno porque existe una multitud de agencias que a veces tienen objetivos antagónicos. Lo cual se traduce en la imposibilidad de obtener una política unificada y coherente. Eso es precisamente lo que pudimos observar en Afganistán en 1990. El Departamento de Estado quería llegar obligatoriamente a un acuerdo con Rusia. Pero la CIA seguía trabajando con sus aliados narcóticos y/o yihadistas en Afganistán. En aquella época Strobe Talbott –un amigo muy cercano del presidente Clinton, a quien representaba con mucha influencia dentro del Departamento de Estado– declaró con toda razón que Estados Unidos tenía que llegar a un arreglo con Rusia en Asia Central, en vez de considerar esa región como un «gran tablero» donde manipular los acontecimientos para obtener ventajas (para retomar el concepto de Zbigniew Brzezinski). Pero, al mismo tiempo, la CIA y el Pentágono estaban haciendo acuerdos secretos con Uzbekistán, [acuerdos] que neutralizaron totalmente lo que Strobe Talbott estaba tratando de hacer. Yo dudo que hayan desaparecido hoy en día ese tipo de divisiones internas en el seno del aparato diplomático y de seguridad de Estados Unidos.

En todo caso, desde 1992, la doctrina de Wolfowitz que aplicaron los neoconservadores de la administración Bush a partir de 2001 llama a la dominación global y unilateral de Estados Unidos. Paralelamente, elementos más moderados del Departamento de Estado tratan de negociar soluciones pacíficas a los diferentes conflictos en el marco de la ONU. Pero es imposible negociar la paz a la vez que se exhorta a dominar el mundo a través de la fuerza militar. Desgraciadamente, los halcones intransigentes se imponen más a menudo, por la simple razón de que disponen de presupuestos más elevados –los presupuestos que alimentan La Máquina de guerra estadounidense. Así que si usted logra compromisos diplomáticos, esos halcones tendrán menos presupuesto, lo cual explica por qué son las peores soluciones las que tienen tendencia a prevalecer en la política exterior de Estados Unidos. Y eso es precisamente lo que pudiera impedir un consenso diplomático entre Estados Unidos y Rusia en el caso del conflicto sirio.