viernes, 30 de octubre de 2015

"Secretos en Rojo": Opina Víctor García Costa


         Estamos en presencia de un libro dolorosamente autobiográfico. Es el libro de Alberto Nadra, un joven viejo millitante, ahora  ex militante, primero de la famosa “Fede”, Federación Juvenil Comunista, y del Partido Comunista Argentino, cuyo Comité Central  integró. En alguna medida es el libro autobiográfico de una familia: la familila Nadra, todos militantes de ese Partido. La cabeza visible fue el doctor Fernando Nadra, abogado, escritor y poeta, padre de Alberto, también destacado dirigente del Partido, al más alto nivel. Todos ellos han sido –Fernando, ya fallecido- y son, mis amigos y en buena medida compañeros de lucha por un mundo sin explotadores y explotados -por mi parte, desde el Socialismo Argentino- en una etapa muy difícil de la vida Argentina. Con Fernando Nadra fuimos, además, compañeros de lucha en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos durante la dictadura, en épocas en que cualquier error podía significar la desaparición y la pérdida de la vida.
    Los Nadra, como tantos otros abnegados militantes, entraron en conflicto con la dirigencia partidaria, al punto de haber sufrido una verdadera persecución, de lo que da cuenta con detalle el libro de Alberto Nadra, que saca a la luz cuestiones absolutamente desconocidas hasta por quienes podrían jactarse de un amplio conocimiento sobre la vida interna de los Partidos,
     A nuestro juicio, el Partido Comunista de Argentina fue excesivamente dependiente del Partido Comunista de la Unión Soviética, lo que, repetimos, a nuestro juicio, afectó las posiciones políticas y la vida interna de ese Partido a lo largo de su historia. De ninguna manera, lo que decimos va en desmedro ni de las formidables realizaciones de la Unión Soviética desde la Revolución de 1917, ni de la lucha sacrificada y heroica de los militantes comunistas argentinos, muchos de ellos asesinados, secuestrados y desaparecidos.
       Ya algunos dirigentes destacados habían recorrido ese duro camino de enfrentamientos internos en distintas coyunturas políticas; Juan José Real, Rodolfo Puiggros, Ernesto Giúdice y otros que marcharon por una suerte de cornisa, como el destacado intelectual Héctor P. Agosti a quien sorprendió la muerte antes que se agravara el conflicto con él. En su ceguera, frente a la discrepancia interna. la dirección partidaria llegó a destrozar y vender por papel gran parte de la importante obra escrita de los dirigentes desplazados, entre ella la de Rubens Iscaro y de Fernando Nadra, parte de la cual, aunque rota, pudimos recuperar en la papelera en que había sido vendida. Una verdadera salvajada.
          El libro de Nadra sirve, también para conocer el proceso político argentino de los últimos 40 años, lo que incluye la dictadura que asoló Argentina desde 1976 hasta 1983. Es un libro valiente con el que, al escribirlo,  debe haber sufrido el  profundo dolor de un verdadero desgarramiento, tanto mayor, cuanto mayor ha sido la entrega abnegada.

            Un libro atípico, como dice su prologuista, que ayuda a desbrozar el complejo tránsito político de los argentinos.

Víctor García Costa, histórico dirigente del socialismo argentino e internacional, cuya vasta obra, en la que destaca Alfredo Palacios. Entre el clavel y la espada, fue en gran parte traducida a varios idiomas.

jueves, 29 de octubre de 2015

Palestina y "El hijo del general"

El Prólogo es de la escritora afroestadounidense
 Alice Walker, autora
de la conmovedora novela El color púrpura.
Miko Peled es el autor del libro “El hijo del General” (The General’s Son. Journey of an Israeli in Palestine). Su padre fue un alto oficial del ejército israelí en las guerras de 1948 y 1967. Su testimonio es el más poderoso que he conocido proveniente del mundo judío, no sólo contra la actual ocupación de Palestina, sino también contra los mitos y narrativas históricas presentadas para justificarla.

Miko Peled, cuyo abuelo, Avraham Katsnelson, fue uno de los firmantes de la llamada Declaración de Independencia de Israel y su padre, Mattityyahu Peled, un muy destacado oficial en la guerra contra los árabes de 1948, que ya había ascendido a general de Estado Mayor para la de 1967, la que posteriormente a su ruptura con el gobierno israelí condenó en duros términos al calificar la ocupación de Gaza, Cisjordania y los altos del Golán, en Siria, como “una cínica campaña de expansión territorial.” El general, trasformado en un activista por la paz y la solución de dos Estados, uno árabe y otro judío, fue rebautizado por los palestinos Abu Salam (Padre de la Paz).

Su hijo siguió los pasos de su padre e ingresó al ejército (irónicamente llamado Fuerza de Defensa de Israel), donde fue oficial de tropas especiales y ganó la boina roja pero muy pronto lo lamentó, renunció a su rango y se hizo médico. Hasta que, indignado por la invasión israelí de Líbano en 1982, enterró en la basura su broche militar.

Miko dejó su activismo contra la ocupación y se estableció primero en Japón y luego en San Diego, California, hasta que en 1997 su vida sufriría un giro inesperado. De repente, su sobrina Smadar, de 13 años, fue muerta en un ataque suicida en Jerusalén. En el funeral de la niña, Peled ripostó las palabras que pronunció Ehud Barak, recién electo jefe de la oposición. “Esta y tragedias similares –manifestó- están ocurriendo porque nosotros estamos ocupando otra nación y, con el propósito de salvar vidas, lo que debemos hacer es poner fin a la ocupación y negociar una paz justa con nuestros socios palestinos”.

La muerte de su sobrina y la insistencia de su hermana Nurit en que esta era una consecuencia directa de la ocupación de Palestina lo hicieron volver sus ojos al Medio Oriente y al activismo por una paz que reconozca todos los derechos palestinos, incluyendo al retorno a sus tierras y casas de los millones que fueron despojados de ellas a la fuerza por el sionismo.

Peled publicó en 2012 su libro El hijo del general, prologado por la escritora afroestadounidense Alice Walker, autora de la conmovedora novela El color púrpura. Afirma que el libro es un recuento de cómo el hijo de un general israelí y devoto sionista llegó a comprender que “la historia con la que fue educado era una mentira”. El libro está inspirado en largas conversaciones con su madre y una investigación sobre la vida de su padre que lo llevó a sumergirse en los archivos militares israelíes.

Israel tiene dos opciones ha dicho: “Continúa existiendo como un Estado judío mientras controla a los palestinos a través de la fuerza militar y leyes racistas, o emprende una profunda transformación en una democracia real donde israelíes y palestinos vivan como iguales en una patria compartida. Para ambos, este paso promete un futuro brillante”. Ojalá.

Esta y mucha más información sobre Peled está en Internet, solo que no la buscamos.
Aquí una muestra




viernes, 23 de octubre de 2015

"Secretos en Rojo": Opina Cristina Civale


   Yo fui de la Fede durante los años duros de la dictadura. Yo estudiaba en la facultad más politizada en la era más despolitizada de nuestra historia: la facultad de Filosofía y Letras a finales de los 70. Yo me crucé, antes de afiliarme, con escasos militantes que se atrevían a hablar: el primero que me encaró tuvo mi fidelidad y mi militancia. Fue un chico alto, rubio y de rulos. En ese entonces, antes de entrar a la Fede, seguía atenta lo que sucedía en el país a través de la lectura del Buenos Aires Herald. No tenía una familia que hubiese militado, ni amigos ni amigas ni vecinos. Mi entorno más bien se inclinaba por “el algo habrán hecho”.

   La resistencia universitaria estuvo compuesta por un sólido tronco comunista, sí nosotros los de la Fede, los troskos, algunos tapados de la jotapé y nada más. No había radicales, el PI llegó sobre el fin de la guerra de Malvinas junto a todos los demás, cuando ya no había peligro. Yo los consideré cobardes y oportunistas. En las trincheras del miedo estábamos nosotros, el secreto mejor guardado de los años K, nosotros hicimos nuestra propia década ganada en la lucha oscura mientras los compañeros de todos los partidos que habían resistido eran chupados en centros clandestinos. Secretos en rojo viene a contar ese agujero negro por el que injustamente se ocultan mis años más intensos de militancia. Yo le gané a la dictadura, lo puedo decir. Le gané desde la Federación Juvenil Comunista que se hizo presente en cada acto de resistencia concreta. Me recuerdo atacando ingenuamente con bombas de mal olor a Kissinger, asistiendo en primera fila con una remera a rayas a la primera marcha estudiantil contra la dictadura que salió de la Facultad de Ciencias Económicas y llegó al Palacio Pizurno y fue reventada a palos por la cana. No había nadie más. Ninguna otra alma que no fuese roja.
   Desde dentro me opuse a la alianza cívico militar, al apoyo a la guerra de Malvinas, a legalizar el partido dando mi nombre para que pudiera ir a elecciones en 1983. A mí me echaron de la Fede apenas empezó la democracia porque sospechaban que era una infiltrada y por todo lo demás. Los rojos se volvieron rosados. Les perdí el respeto y empecé a predicar que la patria es mi cuerpo. Sin embargo y con todo, considero que es tiempo de revelar que allí estuvimos los rojos, los comunistas defensores absurdos de la URSS y de Cuba, nosotros solos con unos pocos otros. Yo lo sé porque estuve y me echaron a patadas en el culo. Alberto Nadra jamás dejó de saludarme y apreciarme aún en nuestras diferencias.
   Destaco su libro porque pone en valor mis años de juventud y resistencia, los míos y los de una generación que sobrevivió y luchó cantando la internacional y pintando martillos y hoces cuando era un delito. 
   Secretos en rojo sangre, no secretos en rojo vergüenza. La vergüenza es el silencio sin adjetivos, un sustantivo oprobioso que no quiero permitir.

Cristina Civale, periodista, guionista y directora cinematográfica, y escritora (Chica fácilHijos de mala madreAdiós AméricaPerra Virtual, entre otros).

domingo, 18 de octubre de 2015

Cuando Hemingway era un joven pescador

Su padre le fotografió pescando en el Horton Creek, con 5 años.
 JFK Library (Boston)
En 1898, el año antes de que naciera Ernest Hemingway, sus padres compraron un terreno frente al lago Walloon, en el norte de Michigan y en la periferia de Petoskey, una ciudad costera y turística. La familia, recién desembarcada de un lujoso buque a vapor, buscaban abandonar la rutina suburbana de Oak Park, Illinois, para disfrutar de los deleites estacionales de la región lacustre. Por U$S 400, pronto tuvieron una cabaña de 6 por 12 metros, construida de madera, a la que le faltaban casi todos los servicios pero tenía paz y tranquilidad. No era la vida del pionero -habían llevado con ellos a una sirvienta-, pero los bosques circundantes estaban poblados por indígenas ojibwes, osos negros, leñadores y contrabandistas. Lo más crucial para “Ernie”, quien al final metería todas estas cosas en su ficción, era que la pesca era extraordinaria.

“Absolutamente, la mejor pesca de trucha del país. Sin exagerar”, le escribió después sobre la zona a un amigo, quizá exagerando un poco pero tocando una verdad esencial del verano en las zonas alejadas de Michigan: “es un lugar grandioso para descansar y nadar y pescar cuando quieres. Y el mejor lugar del mundo para no hacer nada. Es una región hermosa … Y nadie sabe de ella, salvo nosotros”.

Según todos los testigos, el norte de Michigan tuvo un efecto sísmico en Hemingway y en su obra futura. Pasó sus primeros 21 veranos ahí, pescando, cazando, bebiendo y persiguiendo chicas. Era un sitio donde los hombres llevaban una vida dura y difícil, usaban aparejos para la pesca artesanal y consideraban que el agua de sentina (residuos generados en las operaciones normales en buques) era una bebida. “Buen material para ensayos”, escribió en la entrada de un diario en 1916, donde registró los detalles de un viaje de pesca, el mismo que posteriormente, canalizó a las historias de Nick Adams. “Pareja de ancianos en el Boardman”, escribió haciendo referencia a un río. “Mancelona-niña indígena, Bear Creek… leñador que habla duro, joven indígena, él se mata y a la chica”, fue otro texto.

Es una extraña yuxtaposición pensar en Hemingway, años después, bebiendo café exprés en los cafés de París, mientras escribía sobre Nick Adams, un sustituto semiautobiográfico de sus propias andanzas por las tierras inexploradas de Michigan. Por ejemplo, en la famosa historia “El gran río de los dos corazones” se lee: “Al sostener la caña de pescar muy lejos, hacia el árbol, arrancado de raíz, y chapotear hacia atrás en la corriente (...) Nick batallaba con la trucha, sumergiendo la caña que se doblaba viva, alejándose del peligro de las yerbas, hacia río abierto”.

Muchas de esas más o menos 25 historias sobre Adams -incluidas piezas extraordinarias, como “El fin de algo” y “El último buen país que queda”-, así como las primeras novelas que le publicaron, como “Torrentes de primavera”, están ubicadas en Petoskey y sus alrededores. Y Michigan aparece una y otra vez en obras posteriores, como “Las nieves del Kilimanjaro” y “París era una fiesta”, por mencionar algunas.

A pesar de haber crecido a tres horas al sur de Petoskey y haber pescado en muchas de las aguas locales, tal como lo hizo Hemingway, no pude recordar haber puesto alguna vez un pie en esa ciudad. Hoy vivo en el Este y raras veces encuentro el camino de regreso a mi lugar de origen. 

Así es que en junio, finalmente, logré llegar a Michigan, decidido a rastrear la órbita de la infancia de Hemingway y ver la región donde Nick Adams alcanzó la mayoría de edad.

Al manejar a lo largo de la costa oriental del lago Michigan hasta Glen Arbor, corté hasta la ciudad de Traverse, luego di vuelta al norte, traqueteando por terrenos agrícolas en terrazas llenas de polen y por ciudades costeras llenas de yates, dulcerías, faros y extensas dunas con aspecto de azúcar que se deslizaban hasta el agua. En Petoskey, ubicada en un peñasco que da a la bahía Little Traverse, una briza cálida se extendía hacia el lago y giraba y derrapaba por las calles.

Petoskey es un tipo de lugar en el que, al menos en el verano, todos parecen usar camisetas sin mangas y comer helado. El conteo de la población permanente de 6.000 habitantes, es el mismo que el que había en la época de Hemingway y, en cierto sentido, ha cambiado poco. Incluso, el escritor se hospedó en mi hotel, el Stafford’s Perry, una noche en 1919. Hay una fotografía de esa época de un Hemingway adolescente, con pipa de mazorca en la boca, sosteniendo tres truchas de buen tamaño. La tomaron justo después de que regresó de Italia, donde había resultado herido en la Primera Guerra Mundial, y se capturó el momento catastrófico en la literatura estadounidense. No se puede decir del todo a partir de su sonrisa bobalicona, pero se estaba recuperando, nutriendo un tipo distinto de herida, que pronto encontraría su expresión en su ficción.

Por la mañana, manejé hasta el lago Walloon, a 16 kilómetros al sur. Parecía que habían bombeado el agua de color cerúleo puro desde las Bermudas. Me quité los zapatos y me metí. El sitio clasificó bajo entre los lugares para pescar que tenía Hemingway, ya que caía dentro de la jurisdicción de su madre; ambos sostuvieron una relación irritante durante la mayor parte de sus vidas. El prefería la bahía Horton en el cercano lago Charlevoix y arroyos de truchas como los de los ríos Black, Pigeon y Sturgeon (llegó tarde a su primera boda en Horton porque estaba muy buena la pesca en Sturgeon).

Es probable que el río al que la gente más asocia con Hemingway sea el Two-Hearted en la Península Superior de Michigan, gracias a un texto. Arquetipo del minimalismo, la historia presenta a Adams como luchador veterano con el trauma de la guerra, cuando pescaba truchas. Es duro entenderlo ahora, pero en 1925 estas líneas entrecortadas eran el equivalente literario a una pelea con navajas: “Había sido un viaje duro. El estaba muy cansado. Estaba hecho. Había armado su campamento. Se había acomodado. Nada podía tocarlo”, escribió. Claro que ningún verdadero pescador cedería su sitio tan fácilmente. Excepto por la trucha plateada de arroyo, la pesca en el Two-Hearted nunca ha sido grandiosa. A Hemingway le gustaba el nombre por su resonancia metafórica.

Me mantuve alejado de la cabaña Hemingway, llamada Windemere, que aun pertenece a la familia vía uno de sus sobrinos, Ernie Mainland y no está abierta al público. Hay cierta confusión, ya que, a veces, Mainland sale del baño y encuentra a extraños viendo sus cosas convencidos de que descubrieron un museo no registrado. 

“La gente ha sacado terrones del jardín”, comentó Michael R. Federspiel, un profesor de historia en la Universidad Central de Michigan. “Literalmente, es tierra sagrada”, remarcó...



John O´Connor / The New York Times



jueves, 15 de octubre de 2015

"Secretos en Rojo": Opina Hugo Barcia


   Hay ciertos libros que se escriben sólo con oficio, y hasta pueden ser entretenidos.

   Hay otros libros que se escriben, además, con arte: pueden rozar la excelencia y hasta pueden despertar admiración y placer.

   Pero hay otra clase de libros en los que el oficio y el arte se subordinan a los latidos de las venas del autor, porque las manos de ese mismo autor son las que escarban en la maraña apasionada de sus recuerdos militantes, descubriendo continentes hasta ahora no develados, luces que permanecían ocultas y que ahora alumbran lo mantenido en silencio, el camino recorrido pero jamás revelado.

   Decir que esta última clase de libros divierten o admiran o dan placer, es una suerte de tilinguería que no estoy dispuesto a cometer. Secretos en Rojo pertenece a esa estirpe de libros que abren cráteres en volcanes que no los tenían, generando energías centrífugas de las que el autor es un fenomenal cable de cobre, un conductor de electricidad en estado de gracia.

   Y entonces se da la magia de los homenajes a los compañeros, las anécdotas impensadas, los dolores de las heridas, la dignidad y la terquedad de las banderas que no se arrían. Pero nunca en un plano único: son varias las dimensiones del relato, tantas que uno se ve tentado a meterse en los recovecos de las historias y hasta respirar el mismo aire que los personajes o estrechar sus manos que uno siente vivas.

   Yo no vengo de la misma tradición política que Alberto Nadra: soy peronista desde que tengo uso de pasión. Es más, durante décadas nuestra tradiciones se miraron de reojo, se maltrataron, se incomprendieron, se insultaron y hasta alguna que otra barbaridad más que no es de caballeros recordar ahora.

    Pero un día conocí a los Nadra.

  Primero a Rodolfo, después a Alberto (tratándose de ellos, bien podría haber sido al revés, lo mismo hubiera dado).

   Una potente conexión no sólo me unió a ellos, sino que me urgió a hacer algo juntos, algo lo suficientemente significativo que lavara los años de la distancias y de las disidencias. Y vaya si lo hicimos: no sólo militamos la democratización de la palabra en la Argentina, sino que vencimos le perversa tontera de estar en bandos separados.

   Doy gracias a Dios por haberlos conocido.

Como doy gracias a Dios tener en mis manos y haber leído Secretos en Rojo. Un militante entre dos siglos.

  Ya dije antes que mi voluntad se ejercita desde hace años en eludir la zoncera de la tilinguería, por lo cual no voy a definir a la obra de Alberto Nadra con las lisonjas del medio pelo.

  Diré, sí, y a viva voz, y a riesgo de ser reiterativo, que Secretos en Rojo es una montaña de energía.

 Si usted, amigo lector, no tiene bien en claro qué cosa significa el concepto “imprescindible”, esa niebla se le disipará si abre la magia de este libro donde varias décadas de nuestra historia son relatadas con el entrañable matiz de lo vivido.

  Esta obra me ha confirmado lo que ya sabía desde que conocí a los Nadra: también brilla el otro lado de la Luna.



 Hugo Barcia, periodista y escritor. Autor de La Carpa de Alí Babá, El Dragón del Sur, y Las sombras cardinales de Porfirio. Subgerente de Relaciones Institucionales y Prensa de la TV Pública.

miércoles, 7 de octubre de 2015

"Secretos en Rojo": Opina Elsa Osorio

   

   
Los conocí bien, a los de mi generación porque compartí con ellos ideales, asambleas, marchas, y el hacha que nos partió a todos en los tiempos salvajes; y conocí a los anteriores, los contemporáneos de Mika, la capitana del POUM,  en los libros y artículos de revistas ajadas por el tiempo, en los documentos, y sobre todo -aunque esto parezca raro- escribiéndolos en una novela.
   Nunca entendí a esta suerte de primos hermanos, ¡son un misterio los de la FEDE, los del PC! A veces me dieron pena por las limitaciones que el Partido imponía a sus alas revolucionarias, por la traición de sus dirigentes a las bases,  y otras veces, bronca, mucha bronca por esa ceguera obstinada.
   Sin embargo, leo siempre sobre el Partido, mi curiosidad nunca se sacia.
  El libro de Nadra me acerca a ellos para quererlos y detestarlos una vez más, como un baúl de secretos rojos enredados, voy sacando de él las anécdotas del Che; el fraude del  “viraje en unidad”, lo que no me asombra aunque no lo conocía así, con todos sus jugos, como Alberto lo escribe; los recuerdos, dolorosos algunos, en el seno de una familia que le dio todo al partido.
  Pero más importante aún, este libro me trae un militante, un hermano, alguien que comparte la ilusión por un mundo mejor, un luchador, un hijo de su viejo, Fernando Nadra. 
   Su libro transmite con eficacia esa desesperación que los personajes de mi novela –y yo misma escribiéndolos- vivieron en Berlín en el 33, y más tarde en la guerra civil española.
  Secretos en Rojo: Un libro que enseña y que transmite pasión.  Investigación y memoria viva. Gracias, Alberto Nadra.


Elsa Osorio, escritora. Autora de A veinte años Luz y Mika, entre otras obras.

viernes, 2 de octubre de 2015

Con Ismael en mi corazón


Ismael, "El turco", mi hermano
   Hace unos pocos minutos un abrazo me unió por segunda vez con Ricardo Salame, hermano de mi hermano Ismael, en un homenaje que le brindaron sus compañeros del peronismo revolucionario.

    Mi “paisano” tenía dos o tres años más que yo, cuando cayó en desigual combate el 29 de septiembre de 1976, y ahora, décadas después, este amigo con espaldas ya cargadas de militancia y y dolores, lo recuerda intacto, inmaculado, con aquellos 29 jóvenes y heroicos años.

  Es mi orgullosa obligación recordarlo, mantenerlo con nosotros para las nuevas generaciones.

   Lo hago con las mismas palabras que lo hice en mi libro, “SECRETOS EN ROJO, un militante entre dos siglos”. También, con la descripción de ese monumental reconstructor de la historia del combate peronista, Roberto Baschetti, en el suyo: “MILITANTES DEL PERONISMO REVOLUCIONARIO. Uno por uno”.


      Primero Roberto, como corresponde. Luego el recorte de mi memoria.

    “Negro”. “Turco”. Nació en Tucumán  en febrero de 1947. Ya en su adolescencia se destacaba por el interés político y social que despertaba su pueblo, ese mismo pueblo que en 1966 acababa de soportar un golpe asestado por la dictadura de Juan Carlos Onganía, con el cierre de 11 ingenios azucareros tucumanos, y que provocara la gran destrucción económica industrial, generadora del éxodo de 200.000 compatriotas, a las villas de emergencia del Gran Buenos Aires.
   En ese momento Ismael integraba la Juventud Peronista de la IIIª Zona y alimentado por las lecturas del revisionismo histórico, fue parte de una generación que va forjando una conciencia profundamente peronista y revolucionaria. Luego llega a la universidad como estudiante en la Facultad de Derecho, es ahí donde se suma al Integralismo y milita en el ambiente estudiantil, participando activamente en los dos tucumanazos de 1969 y 1970.
Baschetti: gran reconstructor  de la memoria
peronista,traza la semblanza de Ismael, en "
Militantes del Peronismo Revolucionario"

   Para todos sus compañeros, será un referente en la campaña del “Luche y Vuelve” y ya en 1972 pasa a integrar la Mesa Nacional de Conducción de la Juventud Peronista. Como máximo exponente de la Regional V de J.P. (Salta, Tucumán, Jujuy), integra la comitiva que trae al General Perón de vuelta a la Patria, luego de 17 años de injusto exilio. Destruido el sueño peronista de un excelente tercer gobierno y luego de la muerte del líder (1974), Ismael profundiza aún más su compromiso político; y será entonces un cuadro montonero, oficial segundo de ese ejército popular que se fue forjando a la luz de las luchas populares.
   Cayó combatiendo junto a otros cuatro compañeros (Alberto José Molinas Benuzzi, José Carlos Coronel, Ignacio José Bertrán y Victoria Walsh) en el llamado combate de Villa Luro sobre la calle Corro, el 29 de septiembre de 1976. Ellos cinco, enfrentaron a 150 uniformados armados hasta los dientes. No se entregaron con vida.  Días después, en el frente de la casa, aún humeante por lo sucedido, un grupo de milicianos escribió: “Aquí murieron cinco héroes montoneros”. 
   Al momento de su deceso era responsable nacional de las relaciones montoneras con las Juventudes Políticas Argentinas. Precisamente ese cargo lo llevó a discutir y confraternizar a la vez con otro “turco”  al que apreciaba mucho, (Alberto Nadra), éste de la Federación Juvenil Comunista (FJC-La Fede) quien le ofreció sacarlo a Cuba ya que su situación y su seguridad se volvían insostenibles. Agradeció el gesto, dijo que no podía y se quedó peleando en la Argentina hasta su muerte.


Carta para Ismael (Alberto Nadra)

   “Turco” querido, perdona que repita el apodo que se pegó a tu figura para siempre, y que en aquellas tardes de la calle Agüero, charlábamos acerca de lo absurdo, y hasta cruel, que nuestro abuelos y sus descendientes hayan sido “rebautizados” con la nacionalidad de los invasores, los ocupantes de su Siria natal, donde exterminaron a sangre y fuego a nuestras familias, toda en mi caso, cuando no pudieron huir.

   ¿Sabés? Hay momentos como éste, en que recuerdo tu sonrisa amplia, tus carcajadas, o tal vez esa mirada firme que cerraba senderos de diálogo que sabias no podías transitar. Momentos en que te imagino maduro y reflexivo, a veces chicanero y preguntón. Instantes en que recuerdo que, entonces,  teníamos varios años menos de todos los que pasaron desde que te abatieron en lo que tus compañeros llamaron "El combate de la calle Corro", en Villa Luro.
 
En sus páginas, el recorte de su
imagen en mi memoria
   Allí, donde Vicky Walsh, gritó a la jauría armada, esa que escondía su miedo tras una abrumadora superioridad en número (150 efectivos frente a cinco combatientes) y poder de fuego. Les gritó --en medio de los lanzagranadas y miles de municiones con que destruyeron la casa--  sin duda pensando en los miles de compañeros secuestrados, torturados, martirizados hasta la muerte: “Ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir”.

   No era parte de un “culto a la muerte” como dicen algunos que no habían nacido y jamás podrán sentir lo que se sentía luego de la “primavera camporista”, el gobierno del mismo Perón que acompañaste de vuelta en el avión desde Madrid, la funesta gestión de Isabel, López Rega y la Triple A.

   No, no era un culto a la muerte. Fue la reivindicación victoriosa de la vida sobre la muerte que ELLOS, no ustedes, representaban.

   No quiero, pero necesito, o debo, no lo sabría decir con claridad, recordar ese final, que alguien describió con estas palabras: “…  el 29 de septiembre de 1976, ya con el golpe oligárquico militar en marcha para imponer un Estado terrorista y genocida, se realiza una reunión de militantes montoneros quienes sufren una emboscada: ese día mueren en el enfrentamiento que se conoce como el Combate de la Calle Corro, los compañeros Ismael Salame, José Carlos Coronel, Eduardo Beltrán, Victoria Walsh y Alberto Molina. Días después, en el frente de la casa aún humeante del combate, un grupo de milicianos pintó: "Aquí murieron cinco héroes montoneros".

   ¿Qué milagro en esos días tempestuosos, terribles e irrepetibles hizo que pudiéramos saltar las diferencias y abrazarnos como amigos? ¿Qué éramos “paisanos”?, ¿El casi idéntico tono de piel?, ¿La sintonía fina para captar/nos las ironías? ¿Aquellas interminables jornadas en las que charlábamos, o discutíamos, acerca del rumbo que debía tomar el movimiento de las Juventudes Políticas Argentinas? Tal vez un poco de todo, y de algo indefinible que simplemente sucede.

   No me lo pregunto porque sí. Es que precisamente recuerdo un encuentro en una casa “blindada” de la Fede, poco antes de tu caída en combate, cuando nos despedimos con un abrazo, fuerte, casi premonitorio.

   Ya no tenías tu clásico bigote, ni la sonrisa fácil. Sin embargo  acababas de rechazar la oferta de la dirección de la Fede para sacarte esa misma noche, sin moverte de la casa fortificada en la estábamos, rumbo a Cuba, pues nuestra información decía que tu situación era insostenible. No podías, dijiste, y diste una explicación que guardo para recordártela cuando nos reencontremos, donde sea que ocurra.

   Acaso entonces algunas preguntas tendrán su respuesta, y te podré contar que en medio de secuestros y asesinatos de mis propios camaradas, un 29 de septiembre, en la oficina de Prensa Latina en Buenos Aires, cuando escribía el despacho con la versión de la Télam dictatorial a la vista, sentí que ese momento, contigo mi amigo, moría una parte irreemplazable de mi  corazón.

   Una Olivetti, Lexicon 80, es testigo fiel.

   Tu compañero entonces, ahora y hasta que nos encontremos

                                                                                                         Alberto Nadra

 
Abrazo postergado. Con Ricardo Salame, hermano de sangre
 de mi hermano del alma